Con su profunda alteración de nuestras vidas cotidianas, el coronavirus ha subrayado la profunda desigualdad que existe en el diseño de nuestras metrópolis. Es momento de cambiar la arquitectura de las ciudades.
por Jorge Carrión
Guallart, un estudio de arquitectos de Barcelona, ha ganado el concurso internacional para construir a unos 120 kilómetros de Pekín la primera metrópolis pospandemia, Xiong’an Nueva Área. Incluirá fuentes de energía renovable, centros de producción industrial no contaminantes, plantas de reciclaje, depósitos de recogida de agua de lluvia y huertos verticales, siguiendo los preceptos de la bioeconomía circular.
Cada vivienda contará con balcón para recreo y cultivo, en edificios de madera que tendrán máquinas de impresión 3-D en las plantas bajas e invernaderos en las azoteas. Para llegar a los supermercados, las bibliotecas, los cafés y los parques se privilegiará el paseo, la bicicleta y los transportes sin tripulación. Todo está diseñado, por tanto, para hacer más llevaderos los confinamientos futuros.
Durante los últimos meses, nuestras vidas cotidianas se han visto limitadas al hogar, al entorno familiar y vecinal. Los jardines, las aceras, las áreas verdes y los carriles bici se han vuelto protagonistas urbanos. Y entonces se ha hecho más evidente que nunca que las ciudades contemporáneas son terriblemente desiguales. Cuando todos nos hemos visto obligados a lavarnos continuamente las manos con agua y jabón, la realidad nos ha recordado que son muchas las zonas marginales de todo el mundo que no tienen agua potable.
La metrópolis del siglo XXI está plagada de carencias. Desde los hacinamientos humanos en los barrios más antiguos hasta el error de las ciudades dormitorio, pasando por los campamentos urbanos, son demasiados los hábitats inadecuados tanto para una cuarentena como para esa nueva normalidad que dilata todavía más la distancia entre quienes pueden trabajar en casa o en los cafés de su barrio, sin exponer su salud, y quienes no tienen domicilios espaciosos o deben desplazarse varios kilómetros todos los días. Mediante la arquitectura y el urbanismo las élites amplían su espectro de dominio.
La pandemia no cesa de incrementar la desigualdad. Los millonarios se han vuelto todavía más millonarios. Quienes disponen de terraza y luz natural han tenido más herramientas para lidiar con el agotamiento psicológico y la claustrofobia. Quienes tenían segundas residencias con jardín se han mudado a ellas. Urge que las ciudades aprovechen estos meses de transición para impulsar estrategias que permitan que sus ciudadanos de menor poder adquisitivo también puedan sobrevivir, económica y psicológicamente. Para ello deben redistribuir los espacios y garantizar el acceso a los beneficios colectivos.
En los últimos meses se han producido diversas mutaciones urbanas que sacan partido de la oportunidad que implica toda crisis. Desde el mes de mayo, en Berlín ha crecido un 76 por ciento el uso de la bicicleta; en algunas zonas de Londres el incremento durante este año ha sido de más del 400 por ciento, y, de Nueva York, del 1000 por ciento. Lima está ampliando su red de ciclovías. La pandemia ha recuperado la idea de la ciudad de los quince minutos: todo lo que realmente necesitamos para nuestro bienestar tiene que estar, como máximo a esa distancia.
En mi ciudad, Barcelona, la pandemia ha demostrado que el experimento de las supermanzanas ha sido todo un éxito. De hecho, en el proyecto de Vicente Guallart y su equipo para la ciudad autosuficiente china hay ecos de esas unidades urbanas, ajardinadas y peatonales. Alrededor de una de ellas, la del distrito tecnológico conocido como el 22@, la alcaldesa Ada Colau ha anunciado que el gobierno municipal va a impulsar las construcción de 15.800 viviendas, la mayor parte de ellas de protección oficial (con precios accesibles) o para alquiler. Berlín ya había congelado a principios de año los alquileres durante cinco años. Y, en la China socialista, todas las viviendas de Xiong’an serán de propiedad estatal, para que convivan en la nueva ciudad familias de diversas procedencias sociales.
Como dice César Rendueles en Contra la igualdad de oportunidades. Un panfleto igualitarista, los brutales “niveles de concentración de la riqueza solo son posibles a costa de una ortopedia social despiadada”. El pensador español recuerda en su nuevo libro que, después de la Segunda Guerra Mundial, los países que no quedaron en la órbita de la Unión Soviética llevaron a cabo una “amplia reforma de su estructura económica y de sus instituciones públicas dirigida a limitar la libertad de mercado y consolidar una drástica disminución de las desigualdades materiales”. Así nació la fugaz sociedad del bienestar, que empezó a ser liquidada en los años ochenta, con las políticas neoliberales y la privatización de empresas públicas.
Mientras algunos Estados decretan nuevos impuestos a las grandes fortunas y en todo el mundo gana partidarios la implantación de una renta básica universal, cada vez está más claro que estos momentos excepcionales reclaman medidas igualmente históricas.
El Premio Nobel de la Paz 2020 al Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas también lo merecen los innumerables bancos de comida que en los últimos meses han multiplicado sus números de usuarios diarios. Todos hemos visto crecer las colas ante las puertas de los centros de nuestros barrios.
Amnistía Internacional ha recordado que la vivienda es uno de los derechos humanos fundamentales y una clave para la recuperación después de la pandemia, que ha castigado con particular virulencia los campamentos de refugiados y los asentamientos informales, donde reside el 24 por ciento de la población urbana del planeta. Los despachos de arquitectos del mundo, que están imaginando las viviendas de los próximos años, no pueden olvidarse de los mil ochocientos millones de personas que viven en condiciones indignas.
El objetivo del urbanismo —no lo olvidemos— es que todos vivamos mejor. La pandemia de la COVID-19 proporciona una nueva oportunidad para ensayar estrategias de redistribución y de justicia. Los arquitectos y los urbanistas no pueden dejarla pasar. Y las ciudades deben dotarlos con recursos. Porque hay demasiado en juego.
Jorge Carrión (@jorgecarrion21), colaborador regular de The New York Times, es escritor y director del máster en Creación Literaria y del posgrado en Creación de Contenidos y Nuevas Narrativas Digitales de la UPF-BSM. Sus últimos libros publicados son Contra Amazon y Lo viral.
Fuente: https://www.nytimes.com/es/2020/10/11/espanol/opinion/ciudades-coronavirus.html