por Joseph Goldstein

Vivir con autismo es muy distinto ahora: las familias que tienen algún hijo en el espectro tienen más información y recursos. Y, a diferencia de lo que sucedía en el siglo pasado, los niños con capacidades diferentes ya no están destinados a ser internados en instalaciones médicas.

En Nueva York, donde la mayoría de esas instituciones desaparecieron hace décadas, “esta política ha mantenido a las familias intactas y ha proporcionado vidas más ricas y conectadas a las personas con estas discapacidades”, escribe el reportero Joseph Goldstein.

El cambio responde a la idea fundamental de que los niños con discapacidades de aprendizaje o desarrollo viven mejor si permanecen en sus hogares, asisten a clases especiales y, ya de adultos, se integran a residencias comunitarias.

Pero hay un pequeño porcentaje de menores que, al llegar a la adolescencia, presentan un desafío especial, como Sabrina Benedict.

Sabrina, a quien se le diagnosticó autismo junto con un extraño trastorno genético, ha mostrado un comportamiento agresivo desde que era una niña pequeña. Ahora, es más alta que sus padres. Cuando está feliz, les da fuertes abrazos que les hace perder un poco el equilibrio. Cuando siente pena, se pone en cuclillas detrás de ellos. Cuando está frustrada, a veces les pega.

Joseph entrevistó a decenas de familias que describen un panorama desolador de chicos afectados por la pérdida de sus rutinas debido a la pandemia y de padres cuya devoción parental es puesta a prueba por incidentes que en ocasiones requieren la intervención de los servicios de emergencias, que tampoco están preparados para enfrentar la situación.

Sabrina Benedict, de 13 años y al centro, con sus padres, Crystol y Jeremy. Credit: Libby March para The New York Times

Los otros niños iban a casa después de la escuela. Pero Sabrina Benedict no. Una serie de contratiempos la tenían en una espiral fuera de control. Más temprano, en clase de gimnasia, un niño mucho más pequeño había corrido a toda velocidad hacia ella y se asustó. Luego, un asistente de enseñanza se había desviado un poco de la rutina que suelen tener al despedirse.

Después, a medio ataque, se tendió boca abajo en la acera afuera de su escuela, con las piernas colgando en la calle. Tan solo tenía 13 años, pero medía 1,87 metros y pesaba 113 kilogramos, mucho más que cualquiera de los maestros o administradores de la escuela que la veían con preocupación. Durante un momento, el único sonido fueron los gemidos ruidosos de Sabrina. Le lanzó un zapato a una maestra. Se quitó la camiseta. Insultó al personal de la escuela que la rodeaba en un círculo protector.

Sus padres intentaron tranquilizarla cuando llegaron a la escuela, después que los llamaron. Pero pateó y lanzó golpes hasta que retrocedieron. En la escala de berrinches de Sabrina, hasta ese momento este era tan solo un cuatro de 10, declaró su padre, Jeremy Benedict, quien caminaba de un lado a otro cerca de la escena. “Podría pasar cualquier cosa”.

Podía pararse, lista para irse a casa, o podía comenzar a estrellar su cabeza en el pavimento. El padre, tras sentir que le apretaba un nudo en el pecho, se concentró en sus ejercicios de respiración.

Era la tercera vez de esa semana que había llegado a toda prisa a la escuela por uno de los ataques de Sabrina. Últimamente, habían sucedido escenas similares en consultorios de doctores, estacionamientos, Walmart, hospitales, esquinas de calles y dentro de la casa estilo ranchero donde vive la familia Benedict en Homer, Nueva York, un pueblo de 6293 habitantes enclavado en un valle cerca del centro geográfico del estado.

Sabrina, a quien se le diagnosticó autismo junto con un extraño trastorno genético, ha mostrado un comportamiento agresivo desde que era una niña pequeña. Ahora, es más alta que sus padres. Cuando está feliz, les da fuertes abrazos que les hace perder un poco el equilibrio. Cuando siente pena, se pone en cuclillas detrás de ellos. Cuando está frustrada, a veces les pega.

El año pasado hubo tantas llamadas al 911 que la familia invitó a varios policías y paramédicos a conocer a Sabrina en circunstancias más positivas, cuando no la estaban sujetando o atando a una camilla de ambulancia.

Aquella tarde de octubre, a la salida del colegio, Sabrina logró calmarse. Fue un día más, que pronto sería difícil de recordar porque los arrebatos de Sabrina se aceleraron.

No hay un nombre universal para las crisis que sufre la familia Benedict. Sin embargo, decenas de familias de Nueva York con un hijo autista padecen una versión similar en este momento.

Los niños y sus cuidadores no están pasando por algo nuevo. En la adolescencia o a veces antes, un pequeño porcentaje de los niños con autismo se vuelven incontrolables para sus padres y no hay paciencia ni devoción parental que cambie esa situación.

La pandemia ha empeorado eso porque más familias han entrado en crisis y se han profundizado las de las que ya vivían una. Cuando Nueva York entró en confinamiento en marzo de 2020, las rutinas diseñadas con cuidado y los sistemas de soporte de los que dependían las familias con hijos autistas desaparecieron. Sin escuelas ni programas diarios, el comportamiento de muchos niños autistas se revirtió. Algunos dejaron de dormir durante la noche; otros comenzaron a lesionarse por primera vez.

Jeremy trataba de calmar a Sabrina el pasado mes de octubre a la salida de su escuela en Cortland, Nueva York, cerca de Ithaca. Sus arrebatos pueden ser difíciles de controlar e incluso generan situaciones peligrosas.
Jeremy trataba de calmar a Sabrina el pasado mes de octubre a la salida de su escuela en Cortland, Nueva York, cerca de Ithaca. Sus arrebatos pueden ser difíciles de controlar e incluso generan situaciones peligrosas. Credit: Libby March para The New York Times

En entrevistas, padres de todo el estado de Nueva York describieron las mismas escenas de miedo e impotencia: ataques de niños adolescentes que son más grandes y agresivos que antes. El terror de que sus hijos puedan atacar a un hermano menor. La impotencia creciente de ver cómo empeora la conducta autodestructiva de sus hijos, un rasgo relativamente común entre los niños autistas. Las visitas a las salas de urgencias cuando no hay ningún otro lugar adonde ir. Y el reconocimiento final de que el hogar familiar podría no ser el entorno adecuado para sus hijos.

Un padre de Brooklyn describió la angustia que sintió al ver a su hijo autista estrellar la cabeza en repetidas ocasiones contra la superficie más dura que tuviera cerca: el muro, el piso, la cabeza desmontable de la regadera. Una madre de Albany describió el comportamiento desbocado de su hija: piruetas sinfín, morder muros. Este año, encontraron a la niña en el patio con un brazo fracturado, tras haber saltado o haberse caído de una ventana del segundo piso.

“Una de las debilidades evidentes del sistema es que no hay ninguna opción real para las familias con niños que entran en esa categoría”, opinó Christopher Treiber, subdirector ejecutivo del Consejo Interagencial de Agencias para Discapacidades del Desarrollo.

Hace medio siglo, muchos niños con autismo acababan en conocidas instituciones estatales como la Escuela Estatal de Willowbrook, en Staten Island, donde se dejaba a quienes tenían discapacidades en el desarrollo desatendidos en salas mugrientas o atados a las camas.

En los años transcurridos desde que se cerraron estas instituciones, ha habido una clara presunción sobre lo que es mejor para muchos niños con discapacidades intelectuales o del desarrollo: deben vivir en casa durante la infancia, asistiendo a clases y programas de educación especial, y trasladándose finalmente a hogares comunitarios en algún momento de la edad adulta.

Y durante décadas, esta política ha mantenido a las familias intactas y ha proporcionado vidas más ricas y conectadas a las personas con estas discapacidades. Pero eso podría fallar para un pequeño número de familias como los Benedict.

“No estamos a salvo y ella no está a salvo”, comentó la madre de Sabrina, Crystol, quien ha sufrido varias conmociones cerebrales al intentar calmar a su hija.

Sabrina en casa con Crystol. Durante décadas se ha presumido claramente que muchos niños con discapacidades intelectuales o del desarrollo se desenvuelven mejor en casa durante la infancia, en vez de ser institucionalizados.
Sabrina en casa con Crystol. Durante décadas se ha presumido claramente que muchos niños con discapacidades intelectuales o del desarrollo se desenvuelven mejor en casa durante la infancia, en vez de ser institucionalizados. Credit: Libby March para The New York Times

La respuesta estatal para esas familias es darles más ayuda en el hogar. A la familia Benedict, como a mucha gente que experimenta una situación similar, le fue asignado un gestor del caso y un presupuesto para contratar a un asistente que le brinde atención a su hija en casa. Sin embargo, un solo asistente a menudo no puede manejar a un adolescente agresivo.

Pero, si la vida en casa es insostenible, ¿dónde debería vivir Sabrina?

En el estado de Nueva York, hay unas 50 escuelas residenciales, la mayoría privadas y caras, que se especializan en trabajar con niños con discapacidades que van desde el autismo hasta las lesiones cerebrales traumáticas. Sin embargo, hay una gran demanda para poder entrar y, por lo general, estas instituciones pueden elegir a quien aceptan.

Cada año, para satisfacer esta necesidad, Nueva York paga, a menudo a regañadientes, a unos 300 niños con discapacidades para que asistan a programas ubicados afuera del estado. Los niños autistas constituyen la mayor parte.

Estos programas tienen una gran variedad de reputaciones y enfoques terapéuticos. Algunos son ampliamente elogiados. Otros suscitan controversia, como el Centro Educativo Judge Rotenberg de Massachusetts, que utiliza descargas eléctricas para castigar y desalentar el comportamiento peligroso.

Los Benedict adoptaron a Sabrina y la trajeron a casa cuando solo tenía un día y medio. En ese momento no se inmutaron al saber que sus padres biológicos tenían discapacidades intelectuales.
Los Benedict adoptaron a Sabrina y la trajeron a casa cuando solo tenía un día y medio. En ese momento no se inmutaron al saber que sus padres biológicos tenían discapacidades intelectuales. Credit: Libby March para The New York Times

Sin embargo, estos programas pueden cambiar sus vidas. Los padres describen cómo sus hijos, ingobernables en casa, se volvieron más comunicativos, resilientes, felices y se volvieron menos agresivos. Atribuyen el mérito a la estructura y las normas que ofrece la escuela, a los terapeutas que responden y a la experiencia de convivir con sus compañeros.

Pero conseguir la admisión es un proceso lento y a veces conflictivo. A veces, el gobierno se muestra reacio a aprobar esos cupos, que pueden costar más de 300.000 dólares al año, un costo compartido por el distrito escolar local y otros organismos gubernamentales.

Y las admisiones suelen producirse después de que el distrito escolar haya demostrado que es incapaz de proporcionar una educación “adecuada” en un aula de educación especial. Eso puede llevar meses, incluso años. En este cálculo, el deterioro de la vida en el hogar, como el que sufrieron los Benedict, tiene poco peso.

Para finales del año pasado, unos 30 programas habían rechazado a Sabrina. Uno se opuso a su “alto nivel y frecuencia de agresión”, según una hoja de cálculo que guarda Jeremy. Otro señaló: “No podemos satisfacer sus necesidades”. Otro explicó: “Esta joven necesitaría una supervisión uno a uno en nuestro entorno y, en este momento, estamos al máximo de nuestra capacidad para jóvenes que necesitan una supervisión uno a uno”.

Jeremy acompaña a Sabrina a su furgoneta escolar. Ella se aferra a la rutina, y cualquier desviación puede perturbarla.
Jeremy acompaña a Sabrina a su furgoneta escolar. Ella se aferra a la rutina, y cualquier desviación puede perturbarla. Credit: Libby March para The New York Times

Los Benedict todavía tienen momentos de felicidad en su casa. A veces juegan partidas de Uno. Sabina rebosa de entusiasmo cuando le enseña a su madre pasos de ballet o cuando habla sobre los próximos días festivos, sus comidas favoritas o su día en la escuela. O también hojean álbumes de fotografías y recuerdan unas vacaciones en la isla Assateague.

Una tarde del año pasado, Sabrina se sentó en el mesón de la cocina para dibujar un intrincado plano de la casa donde imaginaba que vivía uno de sus profesores. Cuando Crystol llegó a casa, Sabrina corrió a saludarla. Luego se tumbó en el sofá esperando un masaje. Su madre se arrodilló a su lado. Crystol fingió hacer una pizza a la espalda de su hija: amasando la masa, extendiendo la salsa y espolvoreando el queso.

Pero al cabo de una hora, Sabrina se sentía abrumada por la decepción, la frustración o una emoción que no podía nombrar. Daba un fuerte pisotón. Y empezaba a gemir.

“¿Necesitas ayuda?”, le preguntaba su padre, con voz uniforme, sus ojos mirando a otro lado.

Entre lamentos, Sabrina anunció: “Estoy enojada”. Pero rechazó los esfuerzos de sus padres por hablar con ella. “Los odio”, dijo. “¡Váyanse!”.

En momentos como éste, su madre la anima a inspirar y espirar. “Huele las rosas y sopla las velas”, le dice. Y sus padres se quedan congelados, esperando lo que va a pasar.

Cuando Crystol vio por primera vez a Sabrina, dormida en un moisés en el hospital, lloró de felicidad. Era julio de 2008. Al no poder tener un bebé propio, Crystol y Jeremy se habían convertido en padres de crianza temporal que planeaban adoptar. Se llevaron a Sabrina a casa cuando tenía apenas un día y medio de vida.

No los desanimó lo que les dijo la agencia de acogida temporal: los padres biológicos de Sabrina tenían discapacidades intelectuales y el padre había sido arrestado por cargos de abuso sexual.

“Esperábamos que fuera un tema de crianza versus naturaleza y que la crianza ganara”, recordó Crystol. “Pero, bueno, ganó la naturaleza”.

Cuando Sabrina tenía 5 años, pruebas genéticas revelaron que tenía una rara pérdida cromosómica asociada con el autismo y retrasos en el desarrollo.

Durante un masaje relajante, Crystol simuló hacer una pizza en la espalda de su hija: amasando la masa, extendiendo la salsa y espolvoreando el queso.
Durante un masaje relajante, Crystol simuló hacer una pizza en la espalda de su hija: amasando la masa, extendiendo la salsa y espolvoreando el queso. Credit: Libby March para The New York Times

Para entonces, las rabietas de Sabrina parecían diferentes a las de otros niños. Una de las primeras luchas se produjo en el optometrista, cuando Sabrina fue retenida para ponerle gotas en los ojos. Después, empezó a patear a su madre y no quiso subir al carro hasta que intervino la policía.

Una rotación de terapeutas y consejeros visitó a Sabrina en su casa. Una de ellas estaba tan preocupada por lo que veía —Sabrina, de 7 años, golpeando las paredes, las sillas y las personas— que instó a los Benedict a llamar a una ambulancia. Sabrina pasó tres semanas en un hospital psiquiátrico estatal, siendo la paciente más joven del lugar.

En 2018, ya era demasiado grande para que sus padres la levantaran cuando se tiraba al suelo y se negaba a levantarse. Al año siguiente, era más alta que su padre, que mide 1,77 metros.

Sabrina es más verbal que muchos niños autistas con dificultades de comportamiento similares. A veces, después de un episodio, les cuenta a sus padres lo que la ha provocado. “Estoy muy orgullosa de ella por eso”, dice Crystol, que es ayudante en un aula de educación especial. Aunque los ataques de Sabrina a menudo estallaban rápido, sus padres se habían acostumbrado a lo que podía detonarlos. Lo ocurrido una tarde de julio de 2019 fue más aterrador. Crystol estaba preparando el refrigerio favorito de su hija en el mesón de la cocina —una mezcla de nueces, pretzels y malvaviscos— mientras Sabrina describía emocionada el juego de kickball de ese día en la escuela de verano. Luego, Sabrina cambió de tono.

“Voy a matarte”, rugió Sabrina, antes de atacar a su madre.

“Lo último que recuerdo es que ella estaba encima de mí, golpeándome”, recordó Crystol. Cuando volvió en sí, Sabrina seguía encima de ella. Pero estaba golpeando el pecho de su madre e intentaba revivirla, claramente aterrorizada.

Madre e hija fueron al hospital, pero en ambulancias separadas. Crystol tenía una conmoción cerebral y la cadera fracturada.

Sabrina, quien llegó en un estado mental de angustia aguda, estuvo hospitalizada durante 44 días. Según los Benedict, el hospital no tenía un tratamiento específico para ella, una situación en la que suelen terminar algunos niños autistas.

El arte de Sabrina cuelga alrededor de la casa de los Benedict en Homer, Nueva York.
El arte de Sabrina cuelga alrededor de la casa de los Benedict en Homer, Nueva York. Credit: Libby March para The New York Times

Pueden llegar ahí ya sea porque la policía los lleva después de ataques violentos o porque los padres no saben qué más hacer. Según padres y activistas, de verdad no hay ningún otro lugar adónde llevar a sus hijos en una emergencia. Aunque algunos regresan a casa rápido, muchos otros languidecen en los hospitales durante meses, casi sin aventurarse a salir y recibiendo poca terapia o actividades.

Décadas después de la desinstitucionalización, algunos niños autistas siguen atrapados en los hospitales por falta de otras opciones, y sus padres tienen miedo o no pueden llevarlos a casa.

Summer Ward, la niña de 10 años que se cayó por la ventana, lleva más de 100 días viviendo en el séptimo piso del Centro Médico Albany. Según su madre, Tamika Ward, así como otras personas que la han visitado, Summer apenas sale del hospital, lo que le cuesta al condado cerca de 3000 dólares al día. Ya se curó su brazo roto, pero sigue en una habitación del hospital porque ninguna escuela residencial ha habilitado una cama para ella y volver a casa ya no es una opción.

Relatos similares se repiten en hospitales de todo el estado, según las entrevistas con padres, personal del hospital y adultos que trabajan con niños discapacitados. Describen a niños y adolescentes autistas solos en habitaciones de hospital desnudas, viendo videos de YouTube durante horas y engordando tres o cuatro kilos o más por la inactividad y los antipsicóticos. A menudo pasan sus días en colchones en el suelo, con las sillas retiradas para que no puedan ser arrojadas.

En el Centro Médico de la Universidad de Rochester, una niña de 10 años con autismo y sin ningún otro lugar al que ir pasó más de 152 días internada el año pasado, según el hospital.

“En esencia, son institucionalizados porque viven en un hospital”, comentó Michael Cummings, psiquiatra de Búfalo que trabaja en el Centro Médico del condado de Erie.

Cummings mencionó que, debido a los largos tiempos de espera para encontrar un cupo en una escuela residencial, las familias necesitan más opciones además de la sala de urgencias. Cummings sugirió que los programas a corto plazo y los hogares grupales para niños, así como los centros de descanso para las familias, podrían llenar el vacío.

En el caso de Sabrina, sus padres comenzaron a buscar un cupo residencial durante esos 44 días de hospitalización. Intervinieron muchos organismos públicos: el departamento local de servicios sociales, la Oficina de Salud Mental del Estado, la Oficina Estatal para Personas con Discapacidades del Desarrollo. Durante las largas conferencias telefónicas, Jeremy se maravillaba de la cantidad de agencias gubernamentales y proveedores de servicios sociales implicados. Una vez contó a 26 personas en una sola llamada. “Todos están aquí para nosotros”, pensaba Jeremy.

Pero, a medida que pasaban las semanas, empezó a reconsiderar esa impresión. Le parecía que alguien en la llamada siempre estaba jugando a la defensiva, argumentando que Sabrina no era adecuada para sus servicios. Recordó que alguien dijo que su coeficiente intelectual —alrededor de 64— era demasiado bajo para un programa. Otros tenían objeciones diferentes, a veces al señalar uno de los diagnósticos de Sabrina y diciendo que eso la convertía en responsabilidad de otra agencia.

Finalmente, Sabrina consiguió un cupo en un programa de corta duración en Búfalo para niños con discapacidades y problemas de salud mental. Algunos fines de semana, sus padres conducían tres horas para visitarla. Pero el programa mantendría a Sabrina solamente durante un año, y regresó a casa en la primavera de 2021.

Después de eso, en promedio se presentaba una crisis de algún tipo cada tres días.

La mayoría de las mañanas, Sabrina lograba salir para ir a su escuela de educación especial en la cercana Cortland. Pero lo que ocurría después a menudo era imprevisible.

¿Sabrina se metía en la furgoneta para ir al colegio o corría por la calle? Si subía a la furgoneta, ¿qué pasaría cuando llegara a la escuela? ¿Entraría? ¿O se golpearía la cabeza contra la pared de ladrillos? Si entraba, ¿llegaría a su clase? Una mañana, su profesora la saludó con demasiado énfasis, lo que hizo que todos sus compañeros la miraran. Sabrina se retiró al pasillo y empezó a gruñir.

Jeremy acabó renunciando a su trabajo de garantía de calidad y seguridad alimentaria en la universidad local para poder estar disponible y responder a cada crisis. A menudo acababa en el suelo con Sabrina, intentando evitar que se golpeara la cabeza contra el pavimento. A veces tenía que inmovilizarla durante 30 minutos o más, los dos luchando en la acera.

Ha habido momentos de desesperación en los que a Jeremy le habría gustado poder regresar en el tiempo y cambiarlo todo. “Me siento culpable de decirlo. Me gustaría tener una máquina del tiempo”, comentó.

Sin embargo, Crystol y Jeremy admiten que le están dando la mejor vida posible a Sabrina. “Es devastador pensar qué tipo de vida habría tenido si no la hubiéramos acogido y adoptado. ¿Dónde estaría?”, dijo Jeremy. “Es el combustible que mantiene viva nuestra llama y nos mantiene yendo hacia adelante”.

En agosto del año pasado, Crystol luchaba para abrochar el cinturón de seguridad de Sabrina mientras su hija se agitaba salvajemente, en medio de una crisis de tres horas. El episodio terminó con Crystol inconsciente por un golpe en la cabeza. Era su quinta conmoción cerebral provocada por Sabrina. Crystol cree que eso ha empezado a afectarle la memoria.

“Lo sepa o no, le tengo miedo”, dijo Crystol recientemente.

Parte de la rutina antes de irse a dormir: Sabrina dibuja en la cocina.
Parte de la rutina antes de irse a dormir: Sabrina dibuja en la cocina. Credit: Libby March para The New York Times

Sabrina tiene una rutina muy particular para irse a dormir. Primero, come siete galletas saladas. Luego, actúa escenarios elaborados. Sus padres la alientan a probar con tramas más felices pero, durante la mayor parte del último año, la actuación de Sabrina para irse a dormir a menudo involucró fingir que era la paciente de un hospital. En vez de sanar, sufre una lesión tras otra. Y, aunque sí se hace amiga de las enfermeras, nunca se va.

En diciembre, una escuela con fines de lucro en Nuevo Hampshire ofreció admitir a Sabrina en cuanto contratara a más personal. Fue la noticia más prometedora que los Benedict han escuchado desde que empezaron a buscar un lugar residencial a largo plazo en 2019.

“Internado” se volvió el nuevo juego para ir a la cama. Sabrina se imaginaba su primer día ahí. Le daban una llave para su nueva habitación. Abría la puerta y conocía a su nueva compañera de habitación.

Sin embargo, conforme pasaban las semanas, la escuela seguía cambiando el plazo para el inicio de la estancia de Sabrina. Podrían pasar otros nueve meses. Jeremy y Crystol no creían que pudieran aguantar tanto tiempo.

Mientras jugaban al “internado” con Sabrina, sus padres se preguntaban si se estaban preparando para el mayor cambio de sus vidas o si solo estaban jugando a un juego imaginario.

En enero, Sabrina volvió a escaparse del colegio. Hacía mucho frío y el enfrentamiento en la carretera duró más de lo habitual. Después, Crystol no podía dejar de temblar.

De vuelta a casa, Sabrina se negó a cambiarse la ropa que había ensuciado. Así que siguieron peleando. A sus padres les preocupaba que tuviera otra infección de orina: algunos años, Sabrina tuvo 10 o más, y a menudo terminaban en la sala de urgencias, con ella atada, gritando mientras una enfermera le inyectaba sedantes o antipsicóticos.

Esa misma noche, Crystol le dijo a Jeremy que si quería irse, ella lo entendería. Tardó un momento en darse cuenta de que se refería a irse, como a la ruptura de la familia.

Para febrero, un programa residencial distinto —ubicado en Doylestown, Pensilvania— le había ofrecido un cupo a Sabrina. Las reseñas en línea no inspiraban confianza, pero los Benedict se sintieron más tranquilos después de hablar con los administradores.

Después de algunas demoras, ese programa, Foundations Behavioral Health, llamó con una fecha de ingreso: el 28 de marzo. Ese mes, Sabrina escapó de la escuela una vez más y caminó un kilómetro. Mientras un policía bloqueaba el tráfico, Crystol intentó persuadir a Sabrina de que entrara en la camioneta de la familia. “Necesito ayuda”, dijo Sabrina. “Quiero ir a un lugar”.

Hay un lugar llamado Foundation, le respondió su madre. “Si vienes conmigo a la camioneta, podemos hablar sobre eso”. Sabrina la siguió.

Los Benedict estaban indecisos acerca de buscar un programa residencial para su hija. Pero Sabrina quería ir. “Necesito ayuda”, dijo. “Quiero ir a un lugar”.
os Benedict estaban indecisos acerca de buscar un programa residencial para su hija. Pero Sabrina quería ir. “Necesito ayuda”, dijo. “Quiero ir a un lugar”. Credit: Libby March para The New York Times

En los días siguientes, Jeremy y Crystol se preocuparon de que las crisis se aceleraran a medida que se acercaba la partida.

La culpa que habían sentido dos años antes cuando empezaron a buscar un lugar de residencia hacía tiempo que se había disipado. Querían que Sabrina tuviera días definidos por algo más que luchas y estragos. “Hace tiempo que está preparada”, se dijo Crystol.

A medida que se acercaba la fecha de inicio, Sabrina empacaba y volvía a empacar su maleta decenas de veces. Como solo se le permitía tener un objeto que la hiciera sentirse tranquila, analizó muy bien sus tres muñecas favoritas.

Antes de irse a dormir la última noche en casa, Sabrina alzó las manos muy por encima de la cabeza. “Estoy así de emocionada”. Luego, las puso enfrente de ella, como a unos 30 centímetros. “Y estoy así de nerviosa”.

En las semanas posteriores, Jeremy encontró un trabajo en ventas. Él y Crystol comenzaron a salir de casa con más frecuencia. A veces, comían juntos o paseaban con calma por los pasillos de Walmart. Se habían aislado tanto que se habían distanciado de sus amigos y familiares.

En una de sus primeras noches en la escuela, Sabrina se rehusó a ir a la cama y se volvió agresiva, por lo que el personal tuvo que contenerla por la fuerza, según Jeremy. Otra noche se cayó en el baño y se lastimó el tobillo. Y al parecer había otro niño que la intimidaba, haciéndola tropezar y golpeándola con un palo.

Sin embargo, de una forma un tanto milagrosa, esto no la ha descarrilado. Le caen bien sus compañeros de habitación y le gustan las clases, en particular arte y danza. Ha demostrado paciencia y empatía hacia los otros niños, entre ellos un compañero de clase que no habla, que se metió en los artículos de aseo personal de Sabrina y se comió su desodorante.

Jeremy y Crystol visitan a Sabrina cada tres o cuatro fines de semana. Y, todas las noches, Sabrina llama a casa alrededor de las siete de la noche. Esa llamada se ha vuelto el foco de atención del día de sus padres, el momento que esperan y por el que luego se inquietan a medida que se acerca.

Sabrina nunca deja de describir qué comió y cenó. La mayoría de las noches, les dice: “Tuve un buen día, me estoy portando bien, no tuve ningún problema”. Y, hace poco, Sabrina comenzó a agregar: “Y no solo lo digo para hacerlos sentir mejor”.

Las llamadas son breves. Pero la mayoría de las noches son tan tranquilizadoras que sus padres se sienten emocionados.

Joseph Goldstein cubre la atención a la salud en Nueva York, tras años reporteando sobre justicia penal y policía para la redacción de Metro. También pasó un año informando sobre Afganistán desde la oficina del Times en Kabul. @JoeKGoldstein


Joseph Goldstein covers health care in New York, following years of criminal justice and police reporting for the Metro desk. He also spent a year reporting on Afghanistan from The Times’s Kabul bureau.  @JoeKGoldstein

Fuente: https://www.nytimes.com/es/2022/06/11/espanol/adolescente-autista-agresividad-tratamiento.html

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