Medicina narrativa: contar la experiencia asistencial es un modo privilegiado y profundo de darle sentido a lo vivido. Dos relatos de una médica en la Unidad Coronaria.

por Fiama Caimi Martinez 

Empezar por segunda vez

Era martes, soleado y en la sala de unidad coronaria todos los pacientes estaban estables. Prometía una guardia tranquila, pero existe esa fina línea que separa la serenidad de la urgencia. Es la convivencia en la sala de cuidados intensivos.

Recibimos una llamada, venia un paciente derivado en camino, con dolor de pecho y estable. Al cabo de un tiempo, de repente la línea se rompió cuando se abrieron abruptamente las puertas ingresando el paciente que esperábamos y la sala se transformó en una completa tormenta en pocos segundos.

Era joven y estaba completamente aterrado, pálido y desahuciado del dolor en el pecho, con una mirada que suplicaba ayuda.

El médico que lo acompañaba nos explicó la cronología de lo que había sucedido, nos mostró los electrocardiogramas y vimos que el infarto cardiaco parecía ser enorme. Lo interrogamos y revisamos con premura, el pulso estaba rápido y su presión amenazaba en la línea inferior de lo normal. Un cocktail que dejaba predecir lo que vendría.

Hablamos con su familia, explicamos lo suficiente para transmitir la gravedad y entendieron lo que teníamos que enfrentar.

Avisamos al equipo de hemodinamia y lo trasladamos con el objetivo de abrir la arteria y resolver el problema lo más rápido posible. Todo se volvió urgente y preciso, nuestros cerebros se sincronizaron con un objetivo. Durante el procedimiento la presión no paraba de bajar, los latidos se hicieron lentos y la catarata fue imposible de parar con medicación, hizo un paro cardiaco. Comenzamos a trabajar en automático, todo el equipo coordinado, sin parar, a todo o nada. Uno dirigía, otros nos turnábamos para el masaje cardiaco, los enfermeros con la medicación y los minutos pasaron a ser oro.

Mientras estábamos ahí con él, haciendo lo humanamente posible por salir adelante, salí de escena para poner al corriente a su familia que estaba afuera. En la sala de espera se respiraba otro aire, las secretarias sonreían y tomaban un café, pasaba gente saludando y deseando buenas tardes. Me atravesó fugazmente, otra vez, la sensación de que nosotros estábamos en pausa y afuera todo seguía. Teníamos otro reloj, el tiempo se media distinto, adentro los minutos eran horas y afuera el tiempo pasaba sin más.

Volví más fortalecida y con un nudo en la garganta. Me reincorporé al equipo, pero ahora mientras lo masajeaba tenía entre mis ojos la mirada de terror de sus hijas, una de ellas de mi edad y me sentí en su propia piel. Seguíamos, a tope, a ganar, ese momento en el que el equipo lo da todo, que solo se escuchan directivas y después silencios, el reloj corre y corremos con él. Comenzaron las miradas, de cansancio, de aliento y cuanto el reloj pasaba, también de miedo.

Lo logramos, teníamos pulso. Su corazón salió del paro, volvió a latir, muy débil pero lo teníamos. Por supuesto que no era un partido ganado, sino apenas la primera parte de él. Nos esperaban muchos días de trabajo a nosotros y al paciente.

Días después, una vez despertándose desorientado, le explicamos someramente lo que sucedió. Apenas podía hablar todavía así que su única respuesta fueron un par de lágrimas. Tomo curso, se recuperó y cuando su bolso estaba listo para irse a casa, nos despidió con los ojos llenos de lágrimas, -“estoy vivo”. Ese es el instante en que sentimos, que para el mundo y sincronizarnos como un reloj, vale la pena.


Lo que te enseña

Era jueves, rajaba el sol y me tocaba guardia. Uno de los 14 pacientes internados en la unidad coronaria mañana se opera del corazón. Los nervios que transmitía se respiraban en toda la sala, contagiando a sus compañeros. Es lo que sucede en las salas de cuidados críticos donde conviven las abruptas urgencias a todo o nada en minutos, con los que una vez estables, reviven la escena una y otra vez.

Él es especial, de esos de charlas infinitas a la madrugada, que nos apoya cuando ve que no damos más, uno de esos pacientes. Se preparaba para operarse, algo que lo había tomado por sorpresa después de venir a vernos por unas molestias en el pecho, según él, nada importante. Fiel a su comportamiento, educado y estructurado, se propuso organizarlo todo. Ordenó todo su habitáculo personal (una especie de área con una mesita y poco más. Nuestro cuidado crítico no tenía habitaciones), doblo la ropa que no iba a necesitar por unos días y se sentó tranquilo a escribir. Ordenó 8 sobres encima de la mesa y paso la tarde entera escribiendo, ensimismado y ajeno al recital de ruidos habituales de monitores, respiradores y charlas. Pensando cómo resumir y transmitir todos los sentimientos en cada una de esas cartas.

Cuando terminó, me llamó y con cara de quien habla con un aire nostálgico y romántico me dijo: -por si no salgo de la cirugía, quiero dejar todo planificado, dejo 8 sobres, quiero que se los des a mis hijos, cada uno tiene directivas fáciles y deductivas de llevar a cabo, nada son tonterías.

Antes de terminar, por alguna razón decidió contarme acerca de un solo sobre, el que era para su compañera nueva, su novia que venía asiduamente a verlo.

-Este sobre es para ella, ¿sabes qué tiene? Sonó a pregunta retórica, acompañada de sus ojos inundados de amor y admiración. – Las entradas al teatro para la obra de ballet!  A la que ella quiere ver hace mucho, por si no estoy para ir, se las dejo y que vaya, sola, que desde arriba voy a estar ahí acompañándola en el asiento de al lado.

Me invadió una mezcla de escalofríos con ternura, pero solo pude imaginármelo con la misma camisa con la que llegó a vernos, acomodada, sin arrugas por supuesto, peinado, perfumado y sonriendo, al lado de ella viendo el ballet.

A las 7 de la mañana hacíamos el pase de sala (reunión de todas las mañana dónde el médico que ha pasado la noche de guardia relata las novedades a todo el equipo). Me preparé más temprano de lo habitual para pasar 5 minutos por su cama y desearle éxitos para la cirugía, que luego nos veríamos. Lo hice, conversamos acerca del sol que salía y pocas cosa más.

Con un apretón de manos cariñoso y una mirada, le desee éxitos y nos vemos más tarde. La cirugía no fue bien, nada bien. Nos avisaron que subía a sala, con complicaciones, que iba a ser difícil salir adelante. La tarde fue eterna, entre el cansancio y la ansiedad por salir adelante de la situación. Estaba exhausta y había otro médico a su cargo así que fui a descansar. A la mañana siguiente lo perdimos. Sentí un golpe fuerte en el medio de la panza, esas náuseas y ganas de llorar que se mezclan. Lo que te gustaría que no haya sucedido, que escuchaste mal, que todavía podíamos hacer algo, que todo va a estar bien y otro sin fin de avalancha de pensamientos, pero no. Su familia se llevó sus cosas, entre ellas las cartas.

A los 7 días, recibimos a un familiar suyo en la sala, venía a entregarme algo. Uno de esos benditos 8 sobres, era para mí: pedía que compraran el libro “la palabra del médico” y le adjuntaran unas palabras a la primera página, antes de entregármelo.

Nos miramos con su hijo, a través de un corto silencio y sin respiración. Siempre pensé, cuando no tienes nada más importante que decir, que lo que está sucediendo, no digas nada. Le agradecí y con saludos cordiales nos despedimos.

Con un café en mano, el libro lo devoré, con la ansiedad de quién siente que está charlando con él otra vez. Entendí lo importante que puede ser para quien está del otro lado, la claridad y modo de recibir los mensajes, el momento justo, las miradas, el cariño y los silencios. Lo que te enseñan los pacientes, no está en los libros.


La autora

Fiama Caimi Martinez
Medica Cardióloga. Fellowship Cardiopatías familiares y genética cardiovascular. Master Medical Sciente Liaison. Graduada en la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad Nacional del Litoral. Santa Fe-Argentina.

Fuente: https://www.intramed.net/contenidover.asp?contenidoid=102075

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