por David Wallace-Wells
Por cada 1000 personas vivas en la Tierra, 973 inhalan toxinas con regularidad, solo 27 no lo hacen; lo cual significa, casi con toda seguridad, que tú también lo haces.
El otoño pasado, la Organización Mundial de la Salud (OMS) disminuyó su norma mundial de calidad del aire de 10 microgramos de partículas por metro cúbico a cinco. Estos términos y normas pueden parecer abstractos, lo que hace que su significado sea un poco difícil de entender. Pero el mes pasado, el proyecto del Índice de Calidad del Aire y Vida de la Universidad de Chicago (AQLI, por su sigla en inglés) —el referente en la investigación de la calidad del aire mundial— publicó una actualización importante, en la que incorpora los nuevos lineamientos y llega a esa cifra de 973 de 1000 (97,3 por ciento).
El daño es más intenso en los lugares más pobres y aún en proceso de industrialización. Sin embargo, según el índice, la revisión fue en especial drástica en las partes más ricas del mundo. En Estados Unidos, antes de la actualización de la OMS, se consideraba que alrededor del 8 por ciento del país respiraba aire contaminado; después, la cifra aumentó al 93 por ciento. En Europa, la revisión elevó las cifras del 47 al 95,5 por ciento.
Según otro análisis de los lineamientos de la OMS realizado por la empresa de filtros de aire IQAir, el panorama es aún peor: ningún país del mundo cumple con la norma de la OMS y solo tres territorios en todo el mundo presentan un aire que se califica como saludable. Cada uno de ellos es una isla pequeña: Puerto Rico, las Islas Vírgenes de Estados Unidos y el territorio francés de Nueva Caledonia, en el Pacífico.
¿Cuán insalubre es el aire contaminado? Todo un espectro de impactos puede caer bajo ese término. Pero aunque la contaminación tenga un significado muy diferente en Dallas que en Nueva Delhi, a nivel mundial los impactos son bastante funestos. Cada año mueren en el mundo unos 10 millones de personas por los efectos agudos y acumulativos de la contaminación atmosférica y hasta ocho millones de esas muertes están relacionadas con las partículas producidas por la quema de combustibles fósiles; es decir, una de cada cinco muertes.
Algunos cálculos son más bajos, pero casi todos alcanzan los millones. Se trata de una cifra global, cada año, que iguala los totales de muertes por la pandemia de los dos últimos años; hablamos de muertes anuales a la escala del Holocausto. Y si los combustibles fósiles siguen ardiendo, los totales se acumulan: 10 millones de muertes prematuras cada 12 meses son 100 millones por década y 400 millones en lo que llevo de vida.
Estas cifras son asombrosamente grandes; de hecho, son bastante grandes como para que la contaminación atmosférica parezca una amenaza mayor para la mortalidad humana que el cambio climático, cuyos impactos más intensos se verán en el futuro y que, sin embargo, genera una ansiedad más intensa que la contaminación en este momento. Se trata de un efecto que, en principio, parece paradójico. Pero también es ilustrativo, ya que las amenazas suelen parecer más grandes y profundas cuanto más lejanas son y más manejables e incluso sombríamente rutinarias una vez que llegan.
En fechas recientes, la inmediatez y la crudeza de la contaminación sugieren un propósito retórico para todo ese sufrimiento y muerte, con nuevas investigaciones que dan lugar a un argumento para rehacer las campañas climáticas como cruzadas contra la contaminación del aire, para ayudar a generar una sensación de “peligro claro y presente”, como lo ha descrito mi colega Binyamin Appelbaum. En el pasado, ya he señalado lo mismo.
Pero también creo que, por desgracia, la contaminación atmosférica apunta en la dirección contraria, como un caso práctico de normalización; ya que, después de todo, mueren 10 millones de personas al año y todavía no ha producido nada parecido a las movilizaciones políticas inspiradas por el clima en los últimos cinco años. Podemos pensar que descontamos el futuro, paralizados por el horror exagerado del presente y en algunos casos por supuesto que es cierto. Pero la aclimatación también es fácil y cuando se trata de un cambio perturbador, la normalización es la adaptación más barata de todas.
Las muertes ocasionadas por la contaminación rara vez o nunca aparecen en las autopsias, ya que, como ocurre con muchas muertes, la etiología es multicausal. De hecho, aunque se calcula que cada año mueren 40.000 personas por esta causa en el Reino Unido, no fue sino hasta 2020 que la contaminación ambiental figuró por primera vez en un certificado de defunción, perteneciente a Ella Adoo-Kissi-Debrah, una niña de 9 años que desde entonces ha inspirado un proyecto de ley histórico, llamado Ley de Ella, para garantizar el derecho de los británicos a un aire limpio. No obstante, la ciencia de la muerte prematura no se rige por la anécdota ni el juicio del forense. Dicho en términos más sencillos, como todos morimos, la pregunta es: ¿cuándo?
El AQLI mantiene una herramienta extraordinaria y fácil de usar que permite rastrear esa respuesta hasta el nivel de condado, en todo el mundo y que acumula 24 años de datos. En todo el mundo, la esperanza de vida se está reduciendo en 2,2 años en general, el equivalente a 17.000 millones de años de vida perdidos anualmente por el esmog.
En Estados Unidos —donde una investigación independiente sugiere que es probable que mueran 350.000 personas al año por la contaminación producida por la quema de combustibles fósiles— la esperanza de vida se reduce 0,2 años en general, según el índice. Tal vez eso no parezca mucho; en términos globales, no lo es. Pero se podría decir que para la salud, las medidas relativas no son las únicas que importan y que los promedios como estos ocultan grandes diferencias entre grupos y regiones. En California, el impacto es tres veces mayor y desde 1998 las tan cacareadas mejoras de la calidad del aire en todo el estado no han reducido en absoluto el impacto de la contaminación en la mortalidad: de hecho, ha aumentado de 0,5 años entonces a 0,6 hoy. En la actualidad, en una franja de condados que se extiende al norte de Los Ángeles y otro puñado al norte de San Francisco, el residente promedio viviría más de un año más si la contaminación local se redujera por debajo del umbral de la OMS.
La mayor parte del país está apenas por encima de ese umbral. Pero según el State of Global Air, dos terceras partes de la población mundial viven en lugares donde las partículas superan los 25 microgramos por metro cúbico, un umbral cinco veces superior a la norma de la OMS. Más de la mitad vive con una contaminación superior a los 35 microgramos por metro cúbico, siete veces más que esa norma.
Según el AQLI, en India, cumplir con esa norma alargaría la vida más de cinco años para más de mil millones de personas. En el norte del país, donde la contaminación es peor, la contaminación ambiental reduce la esperanza de vida de manera aún más significativa: en Nueva Delhi, 10 años; en Bihar, ocho; en Uttar Pradesh, ocho. Y como se trata de promedios, que también tienen en cuenta a aquellos para los que el efecto es menor o incluso nulo, significa que la vida de muchos millones de personas podría alargarse mucho más.
Como ocurre con cualquier contaminante, la letalidad no es la única medida del daño; de hecho, es la norma más estricta, que produce en última instancia las cifras más pequeñas, ya que son muchos más los que sufren la contaminación que los que mueren por ella. Si se amplía el ámbito de los impactos, el efecto es tan grande que afecta (es decir, perjudica) casi todos los aspectos cuantificables de la salud y el bienestar humanos: enfermedades respiratorias, cardiopatías, cáncer y derrames cerebrales; enfermedad de Alzheimer, párkinson y demencia; rendimiento cognitivo, memoria y vocabulario; nacimientos prematuros y bajo peso al nacer, muerte infantil y malformaciones cardiacas; trastorno por déficit de atención e hiperactividad y trastornos del espectro autista; enfermedades mentales, depresión, suicidio y autolesiones.
Casi cada vez que revisas, ese panorama empeora. El otoño pasado publiqué un ensayo en la London Review of Books sobre la brutalidad de la contaminación ambiental. Pero entre los avances que se han producido desde entonces está el creciente reconocimiento público de las amenazas para el desarrollo del feto y la salud de los recién nacidos.
Según el informe del State of Global Air de 2020, 500.000 recién nacidos mueren cada año a consecuencia de la contaminación ambiental, una quinta parte de todas las muertes de neonatos. En el sur de Asia, la contaminación atmosférica provoca unos 349.000 nacimientos de niños muertos y abortos espontáneos al año, es decir, más de uno de cada 15 embarazos, según The Lancet. En India, según el State of Global Air, se cree que el aire contaminado cobró la vida de más de 100.000 recién nacidos en 2019.
Según otro estudio, la contaminación provoca cada año unos seis millones de nacimientos prematuros y casi tres millones de bebés con bajo peso en todo el mundo. Y aunque la calidad del aire en Estados Unidos es relativamente buena comparada con el nivel mundial, y es probable que haya menos contaminación por los combustibles fósiles en el futuro a medida que aumenten las energías renovables, estas tendencias no cuentan toda la historia. “Se calcula que 7,4 millones de niños en Estados Unidos estuvieron expuestos entre 2008 y 2012 al humo de los incendios forestales que daña los pulmones”, según una reciente revisión de estudios en The New England Journal of Medicine. “Esta cifra aumentó en años recientes, ya que los grandes incendios forestales en el oeste de Estados Unidos se han vuelto aún más frecuentes”, escribieron los autores y añadieron que “la exposición al humo de los incendios forestales en el útero se ha relacionado con la disminución del peso al nacer y el nacimiento prematuro; las exposiciones en la infancia se asocian con mayores casos de asma, dificultades para respirar, neumonía y bronquitis”.
También en otras partes del mundo, la eliminación de los combustibles fósiles y de la quema agrícola, aunque sea muy benéfica para la salud local, podría seguir siendo insuficiente para la magnitud del problema. Según un estudio publicado el mes pasado por investigadores del Instituto Tecnológico de Massachusetts, debido a la circulación continua de polvo, sal marina y materia orgánica producida por la vegetación, incluso la eliminación total de la contaminación causada por el hombre dejaría a la mitad de la población mundial expuesta a niveles de partículas considerados inseguros por la OMS. Los investigadores han descubierto que el riesgo de mortalidad general puede aumentar en más de un 20 por ciento cuando la contaminación se combina con el calor extremo.
No se trata solo de un horror o de una advertencia para acabar con la combustión de combustibles fósiles. Esto hace que el panorama de la vida cotidiana, que puede considerarse reflexivamente como una especie de paisaje neutro, sea en cambio una especie de campo de contaminación. Y, sin embargo, somos pocos los que lo consideramos así y quizá menos los que nos movilizamos para organizar las políticas públicas en torno a la calidad del aire. ¿Por qué?
En Estados Unidos, la alarma por la contaminación alguna vez generó una enorme respuesta reflejada en políticas públicas, en la Ley de Aire Limpio, que, según un informe del Consejo para la Defensa de los Recursos Naturales, sigue salvando hasta 370.000 vidas al año y produce hasta 3,8 billones de dólares en beneficios económicos anuales, 32 veces lo que costó promulgarla.
China era uno de los países más contaminados del mundo hace tan solo una década, con más de 30 millones de muertes atribuidas a la contaminación del aire entre 2000 y 2016 (pero entre 2013 y 2020, los niveles de contaminación se redujeron un 40 por ciento y, en consecuencia, el país aumentó su esperanza de vida alrededor de dos años). Esos avances, logrados en menos de una década, son mayores que los que produjo Estados Unidos en tres.
Y, a pesar de ello, porque las cosas pueden ser a la vez horribles y mejorables, comunes y escandalosas, formativas y sin embargo casi invisibles, la contaminación sigue matando a un millón de personas en China todos los años. En el continente africano, cuya población es menor, mata a otro millón.
Estos datos sugieren lo que suele llamarse la “curva ambiental de Kuznets”: a medida que los países se hacen más ricos, primero se contaminan más y luego, una vez ricos, menos. Y es probable que la contaminación del aire ya esté disminuyendo a nivel mundial. Sin duda, en la mayoría del mundo, a excepción de África y el sur de Asia, las cargas se están aligerando y el declive del uso del carbón y la revolución del auto eléctrico tal vez las aligeren todavía más. Además, el 90 por ciento del mundo vive ahora en lugares donde las alternativas renovables son más baratas que las energías contaminantes, según Kingsmill Bond y Carbon Tracker, lo que hace que cualquier relato que se justifique a sí mismo sobre el curso natural del desarrollo global parezca mucho menos una ley de hierro de la historia que un sacrificio trágico del desarrollo que podríamos superar.
Sin duda, es un argumento muy fuerte para retirar el carbón, el peor infractor de la salud pública. Según las cifras elaboradas por Our World in Data, por cada 1000 personas en Europa a las que el carbón suministra energía en un año determinado, también mata a una.
Claro está que esta investigación es relativamente nueva y este tipo de revelaciones suelen tardar en producir grandes respuestas sociales o políticas (mira el caso del cambio climático, en el que se ha emitido más carbono en las tres décadas transcurridas desde que se dio la alarma mundial sobre el calentamiento que en toda la historia de la humanidad anterior). También puede ser algo difícil de procesar, dado que la investigación sobre los efectos de la contaminación es cada vez más oscura solo cuando gran parte del mundo parece estar cada vez menos contaminado.
La irregularidad de los impactos también es importante; es decir, dejando de lado los cielos anaranjados de los incendios forestales, los aspectos continuos de la contaminación nos adormecen ante sus daños. Las amenazas poco frecuentes suelen dar más miedo que las universales, aunque la carga global de la amenaza a nivel de la población sea igual; como si, más que sufrir, temiéramos tener mala suerte en nuestro sufrimiento. Cuando son otros los que sufren, no siempre lo llamamos suerte; cuando las penurias se concentran en otras partes del mundo, en especial en el sur global, el norte global puede considerarlo menos una afrenta que una especie de afirmación.
Y como la contaminación está tan relacionada con las desigualdades existentes —tanto dentro de los países como entre ellos—, a menudo corre la misma suerte cultural y política que los cuestionamientos de esas desigualdades. (En Estados Unidos, es extraordinario que los mayores avances se lograron cuando la contaminación se consideraba una amenaza casi universal; aunque de hecho esos avances, a partir de las Leyes de Aire Limpio y Agua Limpia, beneficiaron de manera desproporcionada a los marginados y a los menos favorecidos).
Tampoco es tan fácil cuadrar nuestra sensación de que el impacto en nuestras propias vidas es relativamente pequeño con lo que nos dicen los datos. Parece que la contaminación ambiental mata cada año a tantas personas como el cáncer, al que contribuye, aunque menos que las que mueren de enfermedades cardiacas, a las que también contribuye. Provoca muchas más muertes que la guerra o el terrorismo y hace más daño que el tabaco y el alcohol a los fumadores y bebedores. Por supuesto, también es “casi imposible de evitar”.
Enmarcar esas comparaciones como algo catastrofista o como algo complaciente es, hasta cierto punto, verdad. Pero, estos impactos sobre cualquier individuo, en la mayor parte del mundo, considerados en el vacío, no son necesariamente opresivos o abrumadores. Por otra parte, no tienen por qué serlo. Como también ha ilustrado la pandemia, incluso una amenaza que perdona la inmensa mayoría de las vidas puede tener un costo inimaginable cuando se extrapola a todo o casi todo el mundo.
Esto viola un reflejo que parecen tener la mayoría de los estadounidenses, de reducir las cuestiones de salud pública a evaluaciones de riesgo individual y personalizado. Pero sea cual sea el método que se utilice para calibrar ese riesgo, a nivel de la población, las fuerzas ambientales también contribuyen a escribir la historia de todas nuestras vidas, por lo general para peor.
Los seres humanos no somos criaturas perfectamente autónomas, sino porosas. Los pulmones son un conjunto de poros. Y este es el aire que respiramos.
David Wallace-Wells (@dwallacewells), columnista de Opinión de The New York Times y articulista de The New York Times Magazine, es el autor de The Uninhabitable Earth.
Fuente: https://www.nytimes.com/es/2022/07/12/espanol/opinion/contaminacion-aire-salud.html