La inteligencia emocional es tanto o más importante que la cognitiva para un desarrollo académico y psicológico sano: además, se puede aprender y mejorar desde la infancia.

por Naiara Ozamiz Etxebarria, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea; Eneritz Jiménez Etxebarria, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea

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Las emociones son reacciones internas que experimentamos frente a las situaciones que ocurren a nuestro alrededor. Estas reacciones no solo incluyen lo que pensamos, sino también cómo nuestro cuerpo responde y cómo expresamos esos sentimientos al exterior. A veces, las emociones surgen de manera repentina y pueden ser intensas, haciéndolas difíciles de manejar o incluso de describir. Desde el nacimiento, todos experimentamos emociones, y aunque cada persona las vive de forma única, en esencia son universales y nos ayudan a adaptarnos a nuestro entorno.

El psicólogo Paul Ekman identificó seis emociones básicas que todos los seres humanos experimentan, sin importar su cultura: tristeza, ira, asco, alegría, miedo y sorpresa. Estas emociones son fundamentales para nuestra supervivencia y nos ayudan a reaccionar ante diferentes situaciones de la vida. Más tarde, se añadió el desprecio como la séptima emoción básica, algo que subraya su importancia en las interacciones sociales.

Las emociones se componen de tres elementos esenciales:

  • El componente subjetivo, que abarca nuestros pensamientos y percepciones, como cuando la tristeza nos lleva a pensar que “nada nos sale bien”.
  • El componente fisiológico, que se refiere a las reacciones físicas del cuerpo, como el aumento del ritmo cardíaco al sentir miedo.
  • El componente conductual, que se manifiesta en cómo expresamos nuestras emociones a través de gestos y acciones, como mover las piernas nerviosamente.

Además, las emociones tienen funciones clave en nuestra vida. Cumplen una función adaptativa, preparándonos para enfrentarnos a situaciones, como cuando el miedo nos impulsa a evitar un peligro. También desempeñan una función social, ayudándonos a comunicarnos y a formar vínculos con los demás, como lo hace una sonrisa al expresar apertura. Por último, tienen una función motivadora, ya que la emoción y la motivación están interconectadas, impulsándonos a lograr nuestros objetivos con una actitud positiva.

Inteligencia emocional: más allá del cociente intelectual

Durante mucho tiempo, la inteligencia y las emociones se estudiaron por separado. La inteligencia se centraba en el ámbito académico y las emociones en el psicológico. Tradicionalmente, la inteligencia se ha medido a través del coeficiente intelectual (CI), que se enfoca en habilidades cognitivas. Sin embargo, este enfoque no incluye cómo manejamos nuestras emociones o las de los demás, lo que es fundamental para el éxito en la vida.

El concepto de inteligencia emocional fue introducido por Salovey y Mayer en 1990 y popularizado por Daniel Goleman en 1998. La inteligencia emocional abarca una serie de habilidades que incluyen la identificación y gestión de nuestras emociones y las de los demás. Se trata de entender cómo nos sentimos, manejar esos sentimientos de manera efectiva y usar esta comprensión para resolver problemas y mejorar nuestras relaciones.

Cinco habilidades emocionales

Daniel Goleman, un reconocido psicólogo, identificó cinco habilidades esenciales que forman parte de la inteligencia emocional, una capacidad que desempeña un papel fundamental en nuestro bienestar personal y en nuestras relaciones con los demás:

  • La conciencia emocional, que consiste en la capacidad de reconocer nuestras emociones justo en el momento en que surgen.
  • La autorregulación, para no dejarnos llevar por la reacción más inmediata.
  • La motivación.
  • La empatía.
  • Las habilidades sociales, que son esenciales para establecer y mantener relaciones positivas. Estas incluyen la capacidad de comunicarse eficazmente, resolver conflictos y trabajar en equipo.

Aunque la sociedad ha tendido a valorar la inteligencia cognitiva, diferentes investigaciones han demostrado que esta no es suficiente para garantizar el éxito académico, laboral y personal. Las personas que manejan mejor sus emociones suelen adaptarse con mayor eficacia a sus entornos social, escolar y laboral.

Las emociones en la escuela

Una buena inteligencia emocional desde educación primaria reduce las posibilidades de desarrollar ansiedad o depresión en el futuro, condiciones que han aumentado notablemente en los últimos años, especialmente entre los jóvenes, una de las mayores preocupaciones de la Organización Mundial de la Salud actualmente.

Numerosos estudios han explorado la relación entre inteligencia emocional y desempeño académico, hallando conexiones significativas. El estudiantado con un alto nivel de inteligencia emocional suele obtener mejores resultados académicos, ya que esta capacidad ayuda a gestionar el estrés y las emociones, mejora las relaciones con compañeros y profesores, y potencia habilidades de resolución de problemas.

Pero no solo desempeña un papel crucial en el rendimiento académico, sino que también es fundamental para la vida y el bienestar general.

Cómo podemos enseñar inteligencia emocional

Los principales objetivos de la educación emocional son comprender y regular las propias emociones y las de los demás, aumentar la tolerancia a la frustración y fomentar actitudes positivas hacia la vida.

Para practicar estas habilidades, los docentes pueden crear espacios de diálogo emocional: dedicando unos minutos al inicio o al final de la jornada escolar, los estudiantes tendrían la oportunidad de expresar cómo se sienten. Esto no solo les permite familiarizarse con sus propias emociones, sino que también promueve la comprensión mutua en el aula, generando un ambiente de apoyo.

Respirar, jugar, escuchar

Otra práctica útil es la introducción de técnicas de respiración y relajación. Enseñar a los alumnos a realizar ejercicios de respiración, relajación o meditaciones breves les proporciona herramientas para manejar la ansiedad o el estrés, especialmente en momentos críticos que puedan estar viviendo en diferentes etapas de la infancia.

El uso del juego también es una vía útil para desarrollar la empatía. A través de juegos de roles o dinámicas grupales, los estudiantes pueden ponerse en el lugar de los demás, lo que les ayuda no solo a comprender mejor las emociones ajenas, sino también a mejorar sus propias habilidades sociales y la capacidad de resolver conflictos.

Asimismo, incorporar lecturas o cuentos que aborden temas emocionales es una excelente manera de abrir debates en clase sobre cómo gestionar los sentimientos. A través de los personajes, niños y niñas pueden aprender de ejemplos concretos sobre cómo afrontar situaciones difíciles, además de contar con modelos a seguir para mejorar su comportamiento emocional.

Evaluar las emociones en el día a día

El reconocimiento de las emociones no se limita solo a lo académico. Ofrecer retroalimentación emocional, premiando comportamientos como la resiliencia o la colaboración, refuerza la importancia de desarrollar habilidades emocionales. Valorar estos aspectos les ayuda a entender que el éxito va más allá de las notas y los exámenes.

Por otro lado, los talleres de resolución de problemas, donde los alumnos trabajan juntos para encontrar soluciones, son una excelente manera de fomentar la autorregulación emocional y el trabajo en equipo. Bajo la guía del docente, aprenden a enfrentarse a conflictos, reales o ficticios, de manera constructiva.

Finalmente, la evaluación emocional puede ser una herramienta clave. Así como se evalúan los conocimientos académicos, los profesores también pueden hacer un seguimiento del progreso emocional de los estudiantes. Esto les permitirá reflexionar sobre su propio desarrollo emocional y establecer metas personales, fomentando una mayor autonomía y madurez en este aspecto.

Un futuro más saludable

Invertir en educación emocional es una apuesta por un futuro más saludable y resiliente, tanto para los estudiantes como para la sociedad en general. Al enseñar a los niños y niñas a gestionar y entender sus emociones, creamos un entorno escolar más positivo y establecemos las bases para una comunidad más fuerte.

Al fin y al cabo, los niños y niñas de hoy serán los adolescentes y jóvenes de mañana, y eventualmente, los adultos que conformarán la sociedad futura. Por eso, es esencial que trabajemos para que esa sociedad sea saludable y no una comunidad deprimida y hostil.

Fuente: https://theconversation.com/educar-las-emociones-en-la-escuela-la-via-para-una-sociedad-mas-sana-237898


¿Cómo mide nuestras emociones la neurociencia?

¿Por qué una obra de arte nos puede sobrecoger? ¿Qué se esconde detrás de las fobias? ¿Podríamos controlar nuestras emociones? Estas y otras muchas preguntas están siendo investigadas en el campo de la neurociencia para poder entender el procesamiento de las emociones.

por Mª Dolores Grima Murcia, Investigadora y Técnico de Innovación Anatómica, Universidad Miguel Hernández

Cuando el cerebro procesa una determinada información pone en marcha un entramado de redes neuronales para clasificar el tipo de emoción a la que nos enfrentamos y generar nuestra respuesta emocional o corporal.

¿Por qué nos empeñamos en estudiar la mente humana?

Las emociones, presentes en nuestras vidas desde antes de nacer, juegan un papel fundamental en la construcción de nuestra personalidad y en nuestra interacción social. Además, son el principal motor de las decisiones que adoptamos diariamente. Es decir, las emociones son las que nos permiten adaptarnos al medio que nos rodea.

Conocer las emociones nos aporta una perspectiva amplia sobre el funcionamiento de los aspectos más personales y ocultos de la mente. Al mismo tiempo, nos ayuda a entender qué puede andar mal cuando este aspecto mental falla y aparecen ciertas enfermedades.

Si conociésemos todo sobre las emociones, podríamos conseguir una interacción entre nuestro cerebro y un ordenador y que este pudiese conocer nuestras emociones en tiempo real. También podríamos comunicarnos con personas discapacitadas que tienen muchas dificultades para comunicar sus propias emociones. Incluso, podríamos obtener estudios objetivos, por ejemplo, en el entorno del neuromarketing.

Primer reto: identificar cada emoción

El primer paso para poder estudiar las emociones es su identificación. Están descritas centenares de emociones, desde la alegría, la aceptación o la empatía hasta la tristeza, el asco y la amargura.

Para el estudio de las emociones es necesario simplificarlas en dos grandes grupos: emociones positivas y emociones negativas, es decir, de aproximación y de rechazo. Estas emociones básicas (también primarias o fundamentales) son las que producen, entre otras manifestaciones, una expresión facial característica y una disposición típica de afrontamiento. Se pueden observar desde que somos bebés y no requieren de un procesamiento cerebral complejo.

Las emociones, al ser procesadas por el cerebro, generan una serie de cambios fisiológicos en nosotros. Si somos capaces de identificar estos cambios en nuestro cuerpo, seremos capaces de clasificar el estímulo causante.

Este proceso es lo que el psicólogo experimental, científico cognitivo y lingüista Steven Pinker denomina “ingeniería a la inversa”. Tenemos el producto y queremos saber cómo funciona. Por eso, desmenuzamos el cerebro con la esperanza de ver qué pretendía la evolución al poner en marcha este mecanismo.

Cómo la neurociencia puede saber lo que sentimos

Para ello existen diferentes métodos que dependen de la tecnología utilizada. Por ejemplo, la pupilometría se encarga de medir los cambios en el tamaño de la pupila; el electrocardiograma mide las variaciones en los latidos cardíacos; los medidores de impedancias en la piel, que también se pueden utilizar con estos fines, permiten identificar cambios en la sudoración del individuo; la electromiografía, que consiste en registrar microexpresiones del individuo, también nos ayuda a clasificar las emociones asociadas a una determinada expresión facial.

Todas estas técnicas se centran en observar y valorar las respuestas fisiológicas que se producen de manera espontánea una vez que el cerebro ha procesado la información. Pero existe un desfase temporal importante desde que la emoción se presenta hasta que el cuerpo responde.

Técnicas de estudio del cerebro

Si nos vamos al origen de las emociones, al cerebro, podemos encontrar diferentes técnicas de análisis. La primera de ellas es la resonancia magnética funcional, que mide cambios en la oxigenación de la sangre. Este sistema aporta valiosos datos de localización, pero, como contrapartida, su resolución temporal es baja.

Por otro lado, la magnetoencefalografía mide los campos magnéticos que produce la actividad neuronal en el cerebro. Con este método se obtiene una buena señal cerebral, pero es una técnica muy costosa al alcance de unos pocos afortunados.

También se utiliza la tomografía de emisión de positrones, que mide cambios en el metabolismo de la glucosa del cerebro. Pero este método es muy invasivo porque es necesario administrar una inyección al individuo y, además, es una técnica costosa.

Por último, pero no menos importante, una de las técnicas más utilizadas en los últimos estudios es la electroencefalografía. Dicha técnica consiste en el registro y evaluación de los potenciales eléctricos generados por el cerebro.

Los datos se obtienen a través de electrodos situados sobre la superficie del cuero cabelludo. Pero los registros pueden tener signos muy complejos, difíciles de analizar y pueden variar mucho entre individuos, pues cada cerebro posee un gran número de interconexiones entre las neuronas y las estructuras del encéfalo no son uniformes.

Aunque como ventaja hay que señalar que se trata de un sistema barato, fácil de utilizar, no invasivo, que en experimentos controlados es capaz de dar buenos resultados.

¿Podremos controlar nuestras emociones?

El desarrollo tecnológico del electroencefalograma, combinado con el desarrollo del análisis de datos, permite subsanar cada vez más las deficiencias.

No obstante, el sistema ideal de registro de emociones sería una combinación de los anteriormente expuestos, de tal manera que todos ellos se complementasen entre sí.

Estamos más cerca de descubrir dónde y cuándo nuestro celebro clasifica la emoción. Aunque el camino es aún largo para poder generalizar y obtener resultados universales.

Las tecnologías siguen avanzando a pasos agigantados. No cabe duda de que llegará un día que, ante una decisión dudosa como la elección del color de nuestra vivienda, será nuestro cerebro quien nos dé la información. Podremos elegir aquel que nos provoque más emociones positivas aun no siendo nosotros conscientes de ello.

Fuente: https://theconversation.com/como-mide-nuestras-emociones-la-neurociencia-172249


Podemos medir la inteligencia, pero ¿para qué?

La definición de inteligencia ha evolucionado a lo largo de los años. Una definición rápida podría ser “aquello que miden los tests de inteligencia”. Quizás suene banal, pero es que los humanos creamos conceptos abstractos a medida que los necesitamos, y la inteligencia no se independizó de ideas como el alma o el pensamiento hasta principios del siglo XX, cuando se empezó a usar este término en investigación científica.

por Marta Torrijos-Muelas, Ayudante. Departamento de Psicología. Facultad de Educación de Cuenca. Universidad de Castilla-La Mancha, Universidad de Castilla-La Mancha | Manuel Jacob Sierra Díaz, Investigador del área de didáctica de la Educación Física, Universidad de Castilla-La Mancha | Sixto González-Víllora, Profesor Titular de Universidad en Didáctica de la Educación Física y Pedagogía Deportiva, Universidad de Castilla-La Mancha

Así, hablar de inteligencia es hablar de un constructo (concepto teórico) que puede ser entendido desde distintas perspectivas. En la actualidad, la Asociación Americana de Psicología afirma que la inteligencia es una habilidad para obtener información, aprender de las experiencias, adaptarse al entorno, emplear el pensamiento y la razón.

Historia de la inteligencia

La inteligencia aterriza dentro de la disciplina de la psicología, que es nieta de la filosofía. Su invención deriva de apreciaciones sobre conceptos tan profundos como la mente, el pensamiento o la moral. Pero cuando se lleva al plano científico, la medición de la inteligencia recurre desde el principio a lo que es observable.

El pensador británico Francis Galton creó en 1882 un laboratorio para medir la respuesta sensorial con una batería de test, y poco después, en 1902, los pedagogos Binet y Simon adaptaron dichas pruebas para discernir necesidades educativas en niños franceses.

En 1904, el psicólogo inglés Charles Spearman añade la psicometría y la estadística a este tipo de test para organizar los datos. Lo más destacable de esta investigación es que encuentra un factor común en estas medidas: el factor g de inteligencia.

Los test fueron utilizados de manera equivocada e incluso discriminatoria. Se suscitó un debate entre genética y aprendizaje que explotó en los medios de comunicación como un enfrentamiento de clases sociales. En medio de esta polémica que mezcló lo innato, lo genético, el ambiente y todo lo que faltaba por investigar, la dificultad de traducir el lenguaje científico a los medios de comunicación dio lugar a los primeros mitos de la psicología.

Medir la inteligencia a través de la inferencia

La confusión se ha resuelto con la estandarización de los test de inteligencia, basados en la estadística sobre mediciones observables de la conducta que se atribuye a la inteligencia. Se cuantifican y analizan determinadas variables tangibles, con el objetivo de predecir ciertos resultados del individuo.

Pero tampoco hay que olvidar que no existe ninguna prueba tan sencilla o asequible que mida de manera integral todo el constructo de la inteligencia, y es imprescindible atender a la validez y fiabilidad como indicadores de exactitud de los resultados de cada herramienta de evaluación, ya que no todos los instrumentos de media son igual de fiables.

Con estas premisas, las medidas de inteligencia más precisas se ajustan al modelo propuesto por el psicólogo estadounidense John B. Carrol, con una estructura jerárquica en donde la inteligencia general (g) se ubica en la cúspide y se calcula con múltiples fórmulas de regresión que explican más del 60 % de la varianza del constructo. Por debajo quedarían la inteligencia fluida y la cristalizada.

No entraremos en profundidad en estas nociones, aunque sí es relevante saber que estos condicionantes son genéticos y también no genéticos. Tan solo hay que especificar que los test de inteligencia nos proporcionan una medida numérica de estimación, un resultado: el famoso cociente intelectual (CI).

¿Inteligencia o inteligencias?

Fuera del circuito científico han proliferado medidas que han buscado otras definiciones de inteligencia. Pero no han sido capaces de medir esas “otras inteligencias” de forma consistente.

Uno de los ejemplos más conocidos es la teoría de las inteligencias múltiples de Howard Gardner. Él mismo afirma que su síntesis nada tiene que ver con el cerebro y que, “incluso si la teoría es plausible, ninguna recomendación educativa deriva directamente de ella”.

De estas definiciones de inteligencias nacen algunos neuromitos, como por ejemplo afirmar erróneamente que la sobreestimulación temprana en la primera infancia hace que los niños sean más inteligentes.

Entonces, ¿para qué medir la inteligencia?

En realidad, aunque el constructo inteligencia nos ofrece la oportunidad de saber si hay algún problema de aprendizaje, no aporta mucho por sí solo. ¿Alguien sabría decir la diferencia en habilidades, capacidades o resultados esperados entre un CI de 98 y un CI de 110? Al fin y a cabo, estamos hablando de un número extraído de un ambiente social en el que hay muchos factores cambiantes en juego.

Una de las principales aplicaciones de la medición de la inteligencia es poder atender a las diferencias individuales y ritmos de aprendizaje. Existen nuevas propuestas que aúnan enfoques cognitivos y psicométricos y nos dan herramientas para, por ejemplo, relacionar ese factor g con funciones ejecutivas como la atención.

La mitad de la población tiene un CI normal. Un CI inferior o superior podría ser una llamada de atención en entornos educativos. Pero no impide que utilicemos todo el potencial de la parte fluida y cristalizada, que dependen de factores no genéticos. Se trata de generar los mejores escenarios de aprendizaje y que cada persona utilice su CI para lo que le motiva, le llama y le hace ser inteligente.

Sí, podemos medir la inteligencia de forma fiable y válida. Pero si no hay un hito alarmante que nos haga sospechar algo poco común, la enseñanza basada en las evidencias científicas nos permite educar la inteligencia de cada persona como el motor de sus propios talentos, bien sean matemáticos, lingüísticos, deportivos, o una mezcla de todos.

Fuente: https://theconversation.com/podemos-medir-la-inteligencia-pero-para-que-182164

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