por Salvador Peiró
En nuestra cultura –más allá del significado religioso para los cristianos, más allá de las fiestas saturnales del solsticio de invierno, más allá de la nueva paganización consumista– la Navidad es un tiempo especial.
Nos retrotrae a nuestra infancia y a los buenos momentos con nuestra familia y nuestros amigos. A los que probablemente –y con alguna excepción, que las hay– nunca llamaríamos allegados. También a las personas que nos faltan. A los ausentes.
Por unas horas, trascendemos la familia nuclear y volvemos al clan original. En nuestros rituales comemos juntos (quizás demasiado), reímos, nos abrazamos, jugamos, nos regalamos y aceptamos a los nuevos miembros. Esos desconocidos, previamente piojos pegados al pelo de nuestros hijos e hijas, pasan el rito de iniciación navideño para ser miembros del clan de pleno derecho. Nos hermanamos.
Mantenemos vivos los lazos tribales. En los años difíciles, y este lo ha sido, el clan es importante. Nosotros, nuestros hijos, nuestros padres, en la alegría y en el dolor, tendrán una familia en la que apoyarse y a la que apoyar. El clan es confianza. Y también esperanza.
Sin embargo, estas Navidades deberían ser distintas. Especialmente porque, de lo contrario, el virus encontrará el escenario perfecto para provocar una tercera ola a la vuelta de las fiestas.
Tres características esenciales de la covid-19
Para explicar la zona de confort que el virus encontrará si celebramos la navidad como hasta ahora, debemos atender a sus principales características.
Una primera característica esencial del SARS-CoV-2 es su transmisión respiratoria a través, esencialmente, de dos mecanismos: las microgotas y los aerosoles que se expulsan al respirar, hablar, toser, cantar, etc., por las personas infectadas.
El coronavirus no está en las casas, ni en los bares, los colegios, las residencias, los hospitales, las tiendas, los autobuses o los aviones. Está en algunas de las personas que van a esos lugares. Y, si encuentra las condiciones adecuadas, se transmitirá a otras personas que estén en esos mismos lugares.
Una segunda característica esencial es que las personas infectadas pueden no tener síntomas que les avisen de la infección (presintomáticos, asintomáticos) o ser tan ligeros que no les den importancia (paucisintomáticos). Cualquier persona puede estar contagiada. Cualquier persona puede contagiar. Incluso las que se hicieron una PCR o un test de antígenos o una prueba de anticuerpos.
Una tercera particularidad es su gravedad en las personas mayores, en las que tienen algunas comorbilidades y en algún otro grupo de personas. No es que los jóvenes o los adultos jóvenes estén libres de riesgos, pero el daño en las poblaciones vulnerables es, simplemente, brutal.
El Sistema de Monitorización de la Mortalidad diaria (MoMo) del Instituto de Salud Carlos III mostraba un exceso de 44 599 defunciones (respecto a los años previos) entre el 10 de marzo y el 9 de junio de 2020. De ellas, 2 490 correspondían a menores de 65 años y 37 227 a mayores de 74 años (Figura 1).
Entre el 20 de julio y el 30 de noviembre, el exceso de mortalidad fue de 23 110 personas, de ellas 18 915 eran mayores de 74 años. En estas cuentas, no todo son muertes directas por la covid-19. También están las indirectas. Las debidas a otras enfermedades que no hemos podido atender adecuadamente por el colapso de los servicios sanitarios.
La covid-19, el Grinch de la Navidad
La Navidad, nuestra forma de celebrarla, tiene todo lo que la covid-19 necesita para expandirse y hacer daño. Personas que vuelven a sus hogares desde sitios con tasas de transmisión diferentes. La mayoría sanos. Pero también muchos presintomáticos, asintomáticos o paucisintomáticos.
Visitas a los amigos y familiares que llevábamos tiempo sin ver. Aglomeraciones en las calles comerciales, en sus tiendas, en sus bares. Encuentros. Cercanía.
Clanes familiares amplios reuniendo a tres generaciones en la misma mesa. En sus casas, que ya no vemos como casas sino como espacios cerrados. Frío. Y el frío es, otra vez, espacios cerrados y peor ventilación para conservar el calor. Hablar en voz alta para hacerse oír entre las voces amigas. Risas. Carcajadas. Canciones. Comida y bebida. Sin mascarillas. Desinhibición. Distancias reducidas. Y ese “no nos va a pasar a nosotros”.
El SARS-CoV-2 es un virus. No tiene comportamientos, ni psicología. No es listo ni malvado. Ni sabe ni puede hacer otra cosa más que lo que hace. En donde esté presente, aprovechará cada metro de distancia, cada espacio cerrado, cada carcajada, cada ausencia de mascarilla para transmitirse a cuantas más personas cercanas encuentre. Es lo que sabe hacer. Y es bastante bueno haciéndolo.
Evitar una tercera ola sobre la segunda
Por eso este año no llegamos bien a la Navidad. Las tasas de transmisión bajan lentamente pese a las restricciones y el puente de la Constitución y el frío no ayudan.
Si las fiestas suponen una nueva explosión de casos tendremos un mal enero. Más contagios. Más hospitalizados. Más fallecidos. Más personas con coronavirus persistente. Más colapso de la atención primaria y la hospitalaria. Más desatención a los pacientes con otras enfermedades diferentes a la de la covid-19. Y mayores dificultades para dedicar recursos a la vacunación, que debería empezar en enero.
Es cierto que hay reuniones familiares inevitables. En muchos casos –pensemos en las familias que han tenido pérdidas este año– hasta pueden ser terapéuticas. La familia permite llorar a los ausentes y celebrar a los presentes.
La tristeza con esperanza es mucho menos triste que en soledad. Los humanos no somos virus. Adoptamos comportamientos y conductas y, entre ellas, las más ancestrales son para protegernos, proteger a nuestro clan familiar y proteger a nuestra tribu.
Las luces de Navidad no pueden deslumbrarnos. Esta Navidad, como durante toda la pandemia, menos es más. Menos (encuentros en estos días) seremos más (en los próximos días).
Las familias podrán reunirse muchas veces en el futuro pero es probable que, al menos en una generación, no tengan otra oportunidad como está de protegerse, de proteger a otros y de ser protegidos por los otros. Y la principal protección es reducir al máximo los contactos con no convivientes y, cuando estemos con otros, ser conscientes que el riesgo de contagiarlos existe.