El connotado autor y ex candidato a la presidencia del Perú, Mario Vargas Llosa (1936-2025), fue nombrado ganador del Premio Nobel de Literatura. Al anunciar el premio, la Academia dijo haber elegido a Vargas Llosa por “su cartografía de las estructuras de poder y por sus incisivas imágenes de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo”.

por elcato.org

Mario Vargas Llosa (1936-2025)

Aquí presentamos una colección de 3 ensayos de Mario Vargas Llosa.


¿Por qué fracasa América Latina?

Mario Vargas Llosa – 7 de Febrero de 2003

Este texto fue publicado en inglés en el Cato Policy Report de Enero/Febrero del 2003. El mismo está basado en un discurso dado en octubre del 2002 durante el lanzamiento de la Fundación Internacional para la Libertad en Madrid, la cual preside. También puede leer este documento en formato PDF aquí.

Cuando llegué a España en el año 58 era frase bastante corriente el decir “los españoles no estamos preparados para la democracia. Si aquí desapareciera Franco esto sería el caos, quizás nuevamente la guerra civil.” Y sin embargo no ha sido así. Cayó la dictadura, vino una transición admirable, ejemplar, hacia la democracia, y la democracia en España ha tenido éxito. Ha habido consensos de las fuerzas políticas que dieron una estabilidad al país que le permitió a la democracia española resistir los intentos involucionistas, golpistas, y yo diría sin triunfalismo de ninguna especie. Nadie puede negar que España es la historia feliz de los tiempos modernos, lo cual se debe en cierta forma a la inmensa mayoría de los españoles de muy distintas convicciones políticas que han sido capaces de actuar civilizadamente, estableciendo justamente ese denominador común que hace que las instituciones funcionen y que un país crezca.

¿Por qué en América Latina no hay un clima así? ¿Por qué nuestros intentos de modernización una y otra vez fracasan? Creo que la idea del desarrollo, del progreso de la civilización tiene que ser simultáneamente económica, y política y cultural, y, aquí empleo una palabra que a muchos va a pararles las orejas: ética o moral. En América Latina hay una falta de confianza total de la inmensa mayoría de latinoamericanos hacia las instituciones, y esta es una de las razones por las que nuestras instituciones fracasan. Las instituciones no pueden vivir en un país si la gente no cree en ellas y, por el contrario, tienen una desconfianza fundamental y ve en ellas no una garantía de seguridad, de justicia, sino exactamente todo lo contrario.

Dejen que les diga como anécdota personal. Después de un tiempo de estar viviendo en Inglaterra, de pronto me di cuenta de que me ocurría algo curioso, que no me sentía nervioso cuando cruzaba a un policía. Hasta entonces, a mí siempre me había pasado que frente a un policía yo sentía cierto nerviosismo, como si ese policía de alguna manera representara potencialmente para mí un peligro. Los policías en Inglaterra no me produjeron jamás ese sentimiento de recelo, de secreta inquietud. No iban armados, o simplemente porque los policías en Inglaterra parecían prestar un servicio público y no estar allí para aprovecharse de alguna manera de ese pequeño poder que les daba el uniforme, el palo o la pistola que llevaban encima. En el Perú y en la mayor parte de los países de América Latina, los ciudadanos tienen razón de sentirse alarmados, inquietos, cuando se cruzan con un uniformado, porque hay muchas posibilidades de que el uniformado utilice el uniforme, no para defender su seguridad, sino para esquilmarlos. Entonces, eso que ocurre para los policías ocurre también con las otras instituciones.

Esos ejemplos al final crean un estado de cosas en el que las instituciones simplemente no pueden funcionar porque no están sostenidas o respaldadas por aquello que es fundamental en una sociedad democrática, la confianza de la ciudadanía hacia ellas, la convicción de que estas instituciones están allí para garantizar la seguridad, la justicia, la civilización.

Esa es una de las razones por las que las reformas que se han hecho en América Latina han fracasado una y otra vez. Paulo Rabello de Brasil decía que las gentes que han votado por millones, por Lula, no han votado por el socialismo en la mayoría de los casos, han votado por algo diferente a lo que tienen y eso diferente lo ha conseguido encarnar a través de carisma o demagogia. Es lo mismo que ha pasado por ejemplo, en Venezuela. Este país que potencialmente es riquísimo, que debería tener uno de los niveles de vida más altos del mundo, se debate en una crisis atroz, y tiene al frente del gobierno a un gran demagogo, que puede realmente destruir a Venezuela. Y sin embargo no es casual que el comandante Chávez esté en el poder. El ha llegado al poder con el voto de una gran mayoría de venezolanos totalmente disgustados y asqueados de la democracia que tenían, una democracia que no era sólo de nombre, y a la sombra de la cual, la corrupción imperó de una manera realmente vertiginosa, eliminando las posibilidades de una inmensa mayoría de venezolanos, de sus expectativas, sus sueños, y enriqueciendo pavorosamente a unas pequeñas, ínfimas, minorías unidas con el poder.

En ese contexto, las reformas liberales que nosotros defendemos, que nosotros promovemos, que nosotros sabemos son eficaces para desarrollar un país ¿cómo pueden funcionar? Una reforma mal hecha, es muchas veces peor que una falta total de reformas, y en este sentido, el caso del Perú es ejemplar. Nosotros durante la dictadura de Fujimori y Montesinos entre 1990 y el año 2000, tuvimos aparentemente reformas liberales radicales, se privatizó más que en ningún otro país de América Latina. ¿Y cómo se privatizó? Se privatizó transfiriendo monopolios públicos a monopolios privados. ¿Para qué se privatizó? No para lo que se debe privatizar, según creemos nosotros, los liberales, para que haya competencia y para que la competencia mejore los productos y los servicios y baje los precios y para diseminar la propiedad privada en quienes no tienen propiedad como se ha hecho en las democracias occidentales más avanzadas en los procesos de privatización, como se hizo en Gran Bretaña, donde la privatización sirvió para difundir la propiedad privada enormemente entre los usuarios y entre los empleados de las empresas privatizadas. No, se hizo para enriquecer a determinados intereses particulares, empresarios, compañías, o los propios detentadores del poder.

¿Cómo pueden los peruanos creernos, cuando nosotros les decimos que la privatización es indispensable para que un país se desarrolle, si la privatización para los peruanos ha significado que los ministros del señor Fujimori se enriquecieron extraordinariamente, que las compañías de los ministros y asociados del señor Fujimori fueron las únicas compañías que tuvieron extraordinarios beneficios en estos años de la dictadura? Por eso cuando los demagogos dicen “la catástrofe del Perú, la catástrofe de América Latina son los neo liberales”, esas gentes esquilmadas, engañadas, les creen y como necesitan un chivo expiatorio, alguien a quien hacer responsable de lo mal que les va, pues entonces nos odian a nosotros los “neoliberales”.

El gobierno de Toledo ha intentado privatizar unas empresas en la ciudad donde yo nací, en Arequipa, y el pueblo arequipeño salió en masa, levantó los adoquines, llenó las calles de barricadas, e impidió la privatización. Si uno mira las cifras en el papel es algo insensato, algo absolutamente demencial. Las empresas privatizadas no servían para nada, no cumplían en absoluto con la función que les estaba encomendada y eran una rémora para el país, para el estado, es decir, para los pobres peruanos, y las empresas que habían ganado la licitación, unas empresas belgas iban a inyectar un capital fresco, iban a instalarse en Arequipa. Habían, además, ofrecido una serie de inversiones colaterales, iban a beneficiar muchísimo a esta ciudad y nada de eso fue creído por gentes profundamente decepcionadas por esos diez años de supuesto liberalismo radical que vivió el país con Fujimori.

Bueno, eso es lo que ha pasado en la mayor parte de los países latinoamericanos. Esas reformas en el fondo no eran liberales, eran una caricatura de las reformas liberales, pero eso lo sabemos nosotros, eso no lo saben unos públicos desinformados, unos públicos buena parte de los cuales están en una lucha feroz por la mera supervivencia, porque América Latina, y esto es algo que es muy triste decirlo, se ha empobrecido tremendamente en las últimas décadas. Se ha empobrecido en el caso de algunos países de una manera verdaderamente pavorosa.

Yo estuve a fines del año pasado haciendo un recorrido por lo que se llama el trapecio andino del Perú, la parte de Ayacucho, una parte tremendamente maltratada en la época del terrorismo y una región tradicionalmente muy pobre en el Perú. Y yo la había recorrido mucho entre 1987 y 1990 y salí verdaderamente espantado del empobrecimiento que había experimentado esa región, por pobre o misérrima que ya la recordaba, estaba muchísimo peor y esta región es empobrecía como se empobrecía el resto del Perú, mientras un puñadito de bandidos, de gángsteres encaramados en el poder, se enriquecían vertiginosamente. Entonces cuando hablamos nosotros del desarrollo, no podemos enfocar la idea del desarrollo fundamentalmente como una serie de reformas económicas que van a poner en marcha el aparato productivo del país y van a aumentar nuestras exportaciones y van a permitir que el país por fin entre en un proceso de modernización. No, el desarrollo que nosotros necesitamos tiene que ser un desarrollo simultáneo, un desarrollo que al mismo tiempo que mejore nuestros índices de crecimiento y producción, haga funcionar a estas instituciones que hoy en día no funcionan y consiga para estas instituciones la credibilidad, la confianza, la solidaridad que es lo que hace que las instituciones funcionen en una sociedad democrática. Eso no existe en América Latina y ésa es una de las razones por las que fracasan las reformas económicas, incluso cuando están bien orientadas.

Carlos Alberto Montaner decía una cosa que a mí me parece muy exacta. Tenemos que adecentar un poco la política. No es posible que unos países se desarrollen si quienes los gobiernan, o quienes tienen las responsabilidades políticas, pues, son Alemán (Nicaragua), Chávez (Venezuela), Fujimori (Perú), verdaderos gángsteres, auténticos bandidos que entran al gobierno como entra un ladrón a una casa a robar, a saquear, a enriquecerse de la manera más cínica, más rápida posible. ¿Cómo va a ser la política una actividad atractiva para las personas idealistas? Los jóvenes ven la política naturalmente con espanto, como robo. Y la única manera de adecentar la política es llevando a la política gentes decentes, gentes que no roben, gentes que hagan lo que dicen que van a hacer, que no mientan o que mientan poco, lo inevitable.

Me han preguntado muchas veces “¿a quién admira usted en América Latina?” Y siempre cito a la misma persona, y me temo que muchos de ustedes no han oído nombrar o han ya olvidado, y es el ex-presidente Alfredo Cristiani, de El Salvador (1989-94). Es una persona que yo admiro mucho, y no es un político, es un empresario. Cristiani, un empresario que decidió en un momento entrar en política, en un momento terrible, trágico, cuando el ejército y las guerrillas se mataban en las calles de San Salvador y donde los muertos, los desaparecidos, los torturados eran incontables. Y en ese momento, el señor Cristiani, un empresario, un hombre fundamentalmente decente, nada carismático, nada del típico hombre fuerte latinoamericano, mal orador, decide entrar en política y entra y gana las elecciones y el gobierno. Y gobierna de una manera discreta, de una manera nada carismática y en los años que está en el gobierno deja a su país mejor de lo que lo encontró. Y eso parece muy poca cosa, pero, en realidad, fue una hazaña casi única. Cuando Cristiani entró en el gobierno se mataban en las calles de San Salvador y los muertos eran innumerables y cuando él salió, las guerrillas y el gobierno habían firmado la paz, y los guerrilleros se presentaban a elecciones y pedían los votos del público y entraban al Parlamento y desde entonces hay paz en El Salvador. Un país que, como lo contó bien Carlos Alberto Montaner, es un país que progresa, despacito, pero progresa de verdad, es decir en muchas direcciones a la vez. Bueno, eso es lo que nosotros necesitamos en América Latina, no sólo buenos economistas que digan éstas son las reformas que hay que hacer. Necesitamos que gentes decentes como el señor Cristiani, empresarios, profesionales, que decidan entrar en política para adecentar esa actividad fundamentalmente sucia, inmoral, corrompida que por desgracia ha sido entre nosotros la política.

Y en otro aspecto en que es fundamental el desarrollo, que es el cultural. La cultura, por desgracia, en América Latina, con algunas excepciones, es un privilegio de las minorías, y en algunos sitios de muy escasas minorías. América Latina tiene una gran creatividad, ha producido músicos, ha producido artistas, poetas, escritores, pensadores, pero la verdad es que en la mayoría de nuestros países la cultura es un monopolio de minorías insignificantes y está prácticamente fuera del alcance de la mayoría de la sociedad. Sobre esas bases no se puede construir una democracia genuina, instituciones que funcionen y no se pueden hacer reformas liberales que dejen los resultados productivos y creativos que deberían dar. En ese aspecto, por desgracia, hay una falta de conciencia terrible en América Latina. La cultura todavía es considerada por quienes piensan que ella existe, como un mundo, como un pasatiempo, como una forma elevada del ocio, y no como lo que es, una herramienta fundamental para que una mujer o para que un hombre tomen las decisiones acertadas en su vida familiar, en su vida personal, en su vida profesional y sobre todo, las decisiones políticas acertadas a la hora de elegir.

La cultura defiende contra la demagogia, defiende contra la equivocación terrible de elegir mal en unas elecciones. En ese campo por desgracia no se hace casi nada y quizás debería decir con un sentido de autocrítica que no hacemos casi nada, inclusive nosotros. Estos institutos liberales tan útiles, tan idealistas y, sin embargo, la cultura es la menor de sus prioridades. Ése es un error, un gravísimo error. La cultura es fundamental, porque la cultura ayuda a crear esos consensos que han permitido por ejemplo los casos muchas veces ejemplares de España y de Chile.

Yo quisiera hablar de Chile un momento por unas cosas que dijo Hernán Büchi, mi amigo, una persona inteligente, una persona que hizo como ministro en Chile unas reformas admirables y que funcionaron. El caso de Chile es un caso único en la historia de América Latina, y un caso único porque una dictadura militar como era la de Pinochet tuvo éxitos económicos. Permitió que unos economistas liberales hicieran unas reformas bien concebidas y que funcionaran. Me alegro mucho por Chile que es un país que yo menciono siempre, pero es un ejemplo que nosotros tenemos que citar haciendo toda clase de advertencias y la primera y la fundamental es que para un liberal una dictadura no es nunca, en ningún caso, justificable. Esto es muy importante decirlo y repetirlo. Ahí hubo un accidente bienhechor: qué suerte para Chile. Pero hay muchos latinoamericanos que quieren convertir ese accidente en un modelo y todavía nos repiten que lo que nos hace falta para desarrollar es un Pinochet. En buena parte la popularidad de Fujimori se debió a que muchos peruanos vieron en Fujimori el Pinochet peruano. No es verdad, hay accidentes en la historia, pero si hay en la historia latinoamericana una constante, es que las dictaduras no han sido jamás una solución para los problemas latinoamericanos, y todas ellas sin ninguna excepción, salvo Chile, han contribuido a agravar los problemas que decían venir a solucionar: la corrupción, el atraso, el debilitamiento, o colapso de las instituciones. Ellas han contribuido más que nada a crear ese cinismo político que es una de las características quizás más generalizadas en América Latina: la política es el arte de enriquecerse, es el arte de robar, esta es la definición de la política para una inmensa mayoría de latinoamericanos.

Y lo creen así porque ha sido esa la verdad, en buena parte de nuestra historia, por culpa de las dictaduras. Las dictaduras han hecho de la corrupción una forma natural de gobierno que ha creado respecto a la política ese sentimiento tan terriblemente cínico que impera en la gran mayoría de los países latinoamericanos.

Creo que es muy importante que los liberales, que es lo que se supone que somos nosotros, coordinen sus acciones, intercambien información en este momento de la historia en que curiosamente el liberalismo es víctima de muchos malentendidos y ha pasado para muchas personas, algunas de muy buena fe, a representar el enemigo del progreso, de la justicia. Ha pasado a ser sinónimo del explotador, del codicioso, del indiferente o el cínico frente al espectáculo de la miseria, de la discriminación, algo que nosotros sabemos no solo es inexacto sino una monstruosa injusticia, con una doctrina, con una filosofía que está realmente detrás de todos los avances políticos, económicos, culturales que ha experimentado la humanidad. El liberalismo es una tradición que hay que defender no solo por homenaje a la verdad, sino porque vivimos un momento difícil de la historia en la que ese progreso y esa civilización están amenazados.

Fuente: https://www.elcato.org/por-que-fracasa-america-latina


El liberalismo entre dos milenios

Mario Vargas Llosa – 10 de Noviembre de 1999

Este texto fue publicado también en inglés en el libro Global Fortune: The Stumble and Rise of Global Capitalism, editado por Ian Vásquez (Cato Institute, 2000). Aquí puede accesar el ensayo en formato PDF.

No hace mucho tiempo, el Ayuntamiento de un pueblecito malagueño de un millar de habitantes llamado El Borge, convocó a una consulta popular. Los vecinos debían pronunciarse por una de estas alternativas: Humanidad o Neo-Liberalismo. Muchos ciudadanos acudieron a las urnas y el resultado fue el siguiente: 515 votos por la Humanidad y cuatro votos por el Liberalismo. Desde entonces, no puedo apartar de mi pensamiento a esos cuatro mosqueteros, que ante la disyuntiva tan dramática no vacilaron en arremeter contra la Humanidad en nombre de ese macabro espantajo, el neoliberalismo. ¿Se trataba de cuatro payasos o de cuatro lúcidos? ¿De una broma “borgeana” o de la única manifestación de sensatez en aquella mojiganga plebiscitaria?

No mucho después, en Chiapas, el último héroe mediático de la frivolidad política occidental, el Comandante Marcos, convocó a un Congreso Internacional contra el Neoliberalismo, al que acudieron numerosas luminarias de Hollywood, algún gaullista tardío como mi amigo Regis Debray, y Danielle Miterrand, la incesante viuda del Presidente Françoise Miterrand, quien dio su bendición al evento.

Estos son episodios pintorescos, pero sería un grave error subestimarlos, como aleteos insignificantes de la idiotez humana. En verdad, ellos son apenas la crispación paroxística y extrema de un vasto moviemiento político e ideológico, sólidamente implantado en sectores de izquierda, de centro y de derecha, unidos en su desconfianza tenaz hacia la libertad como instrumento de solución para los problemas humanos, que han encontrado en este novísimo fantasma edificado por sus miedos y fobias —el “neoliberalismo”, llamado también el “pensamiento único” en la jerigonza de sociólogos y politólogos— un chivo expiatorio a quien endosar todas las calamidades presentes y pasadas en la historia universal.

Si sesudos profesores de las Universidades de París, de Harvard o de México se desmelenan demostrando que la libertad de mercado sirve apenas para que los ricos sean más ricos y los pobres sean más pobres, y que la internacionalización y la globalización sólo benefician a las grandes transnacionales permitiéndoles exprimir hasta la asfixia a los países subdesarrollados y devastar a sus anchas la ecología planetaria ¿por qué no se creerían los desinformados ciudadanos de El Borge o de Chiapas que el verdadero enemigo del ser humano, el culpable de toda la maldad el sufrimiento , la pobreza, la explotación, la discriminación, los abusos y crímenes contra los derechos humanos que se abaten en los cinco continentes contra millones de seres humanos, es esa tremebunda entelequia destructora: el neo-liberalismo? No es la primera vez que aquello que Carlos Marx llamaba un “fetiche” —una construcción artificial, pero al servicio de intereses muy concretos— adquiera consciencia y comience a provocar tan grandes perturbaciones en la vida, como el genio imprudentemente catapultado a la existencia por aladino, al frotar la lámpara maravillosa.

Me considero liberal y conozco a muchas personas que lo son y a otras muchísimas más que no lo son. Pero, a lo largo de una trayectoria que comienza a ser larga, no he conocido todavía a un solo neo-liberal. ¿Qué es, como es, qué defiende y qué combate un neo-liberal? A diferencia del marxismo, o de los fascismos, el liberalismo, en verdad no constituye una dogmática, una ideología cerrada y autosuficiente con respuestas prefabricadas para todos los problemas sociales, sino una doctrina que , a partir de una suma relativamente reducida de principios básicos estructurados en torno a la defensa de la libertad política y de la libertad económica —es decir, de la democracia y del mercado libre— admite en su seno gran variedad de tendencias y de matices. Lo que no ha admitido nunca hasta ahora, ni admitirá en el futuro es a esa caricatura fabricada por sus enemigos con el sobrenombre de “neo-liberal”. Un “neo” es alguien que es algo sin serlo, alguien que está a la vez dentro y fuera de algo, un híbrido escurridizo, un comodín que se acomoda sin llegar a identificarse nunca con un valor, una idea, un régimen o una doctrina. Decir “neo-liberal” equivale a decir “semi” o “seudo” liberal, es decir, un puro contrasentido. O se está a favor o seudo a favor de la libertad, como no se puede estar “semi embarazada”, ” semi muerto”, o “semi vivo”. La fórmula no ha sido inventada para expresar una realidad conceptual, sino para devaluar semánticamente, con el arma corrosiva de la irrisión, la doctrina que simboliza, mejor que ninguna otra, los extraordinarios avances que al aproximarse este fin de milenio, ha hecho la libertad en el largo transcurso de la civilización humana.

Esto es algo que los liberales debemos celebrar con serenidad y alegría, sin truinfalismo y con la conciencia clara de que, aunque lo logrado es notable, lo que aún queda por hacer es todavía más importante. Y, también, de que, como nada es definitivo ni fatídico en la historia humana, los progresos obtenidos en estas últimas décadas por la cultura de la libertad no son irreversibles, y, a menos que sepamos defenderlos, podrían estancarse, y el mundo libre perder terreno, por el empuje de una de las dos nuevas máscaras del colectivsmo autoritario, y el espíritu tribal que han revelado al comunismo como los más aguerridos adversarios de la democracia: el nacionalismo y los integrismos religiosos.

Para un liberal, lo más grande que ha ocurrido en este siglo de las grandes ofensivas totalitarias contra la cultura de la libertad es que tanto el fascismo como el comunismo, que llegaron, cada uno en su momento, a amenazar la supervivencia de la democracia, pertenecen hoy al pasado, a una historia sombría de violencia y crímenes indecibles contra los derechos humanos y la racionalidad. Y nada indica que en un futuro inmediato puedan resucitar de sus cenizas. Desde luego que quedan reminiscencias del fascismo en el mundo, y que, a veces, encarnados en partidos ultranacionalistas y xenófobos, como Le Front National de Le Pen ,en Francia, o el Partido Liberal de Jorg Haider en Austria, atraen peligrosamente un elevado apoyo electoral. Pero, ni estos retoños del fascismo, ni los anacrónicos vestigios del vasto archipiélago marxista, representados hoy por los desfallecientes espectros de Cuba y Corea del Norte, constituyen una alternativa seria, ni siquiera una amenaza considerable, a la opción democrática. Abundan todavía las dictaduras, desde luego, pero, a diferencia de los grandes imperios totalitarios, carecen de aura mesiánica y de pretensiones ecuménicas; buena parte de ellas, como China, tratan ahora de conciliar el monolitismo político del partido único, con economías de mercado y empresa privada. En vastas regiones del África y del Asia, sobre todo en sociedades islámicas, han surgido dictaduras fundamentalistas que, en lo que concierne a la mujer, a la educación, a la información, a los más elementales derechos cívicos y morales, han retrocedido a sus países a un estado de primitivismo bárbaro. Pero, con todo el horror que representan países como Libia, Afganistán y Sudán o Irán, no son desafíos que deba tomar en serio la cultura de la libertad: el anacronismo de la ideología que profesan, condena esos regímenes a quedar cada vez más rezagados en la carrera veloz, en la que los países libres han tomado ya una ventaja decisiva, de la modernidad.

Ahora bien, junto a esa geografía sombría de la persistencia de las dictaduras, en los últimos decenios hay que celebrar, también, un arrollador avance de la cultura de la libertad en vastas zonas de Europa Central y Oriental, en países del Sudeste Asiático y en America Latina, donde, con las excepciones de Cuba, una dictadura explícita, y Perú, una dictadura solapada, en todos los otros países —es la primera vez en la historia que esto ocurre— se hallan en el poder gobiernos civiles , nacidos de elecciones más o menos libres, y, algo todavía más novedoso, todos ellos aplican, —a veces más a regañadientes que con entusiasmo, a menudo más con torpezas que aciertos— políticas de mercado, o, por lo menos, políticas que están más cerca de una economía libre que del populismo intervencionista y estatizante que caracterizó tradicionalmente a los gobiernos del continente. Pero, acaso, lo mas significativo de este cambio en América Latina, no sea de cantidad sino de cualidad. Porque, pese a que todavía es frecuente oir aullando contra el “neo-liberalismo” (como los lobos a la luna) a algunos intelectuales a los que el desplome de la ideología colectivista ha enviado al paro, lo cierto es que, al menos por ahora, de un confín a otro de América Latina, predomina un sólido consenso a favor del sistema democrático, en contra de regímenes dictatoriales y de las utopías colectivistas. Aunque ese consenso sea mas restringido en política económica, todos los gobiernos, aunque les averguence confesarlo y, algunos, como verdaderos tartufos, se permitan lanzar también (para cubrirse las espaldas) andanadas retóricas contra el “neo-liberalismo”, no tienen otro remedio que privatizar empresas, liberalizar los precios, abrir mercados, intentar controlar la inflación y procurar insertar sus economías en los mercados internacionales. Porque a costa de reveses, han acabado de entender que, en nuestros días, un país que no sigue esas pautas, se suicida. O, en palabras menos tremebundas: se condena a la pobreza, el atraso y aún la desintegración. Hasta buena parte de la izquierda latinoamericana, de encarnizada enemiga de la libertad económica, ha evolucionado en muchos países hasta hacer suya ahora la sabia confesión de Vaclav Havel: “Aunque mi corazón está a la izquierda, siempre, siempre he sabido que el único sistema que funciona es el mercado. Esta es la única economía natural; la única que realmente tiene sentido, la única que puede llevar a la prosperidad; porque es la única que refleja la naturaleza misma de la vida”.

Estos progresos son importantes y dan a las tesis liberales una validación histórica. Pero, de ninguna manera justifican la complacencia, pues una de las más acendradas y (escasas) certezas liberales es que no existe el determinismo histórico, que la historia no está escrita de manera inapelable, que ella es obra de los hombres y que, así como éstos pueden acertar con medidas que la impulsen en el sentido del progreso y la civilización, pueden también equivocarse, y por convicción, abulia o cobardia, consentir que ella se encamine hacia la anarquía, el empobrecimiento, el oscurantismo y la barbarie. De nosotros, es decir, de nuestros votos y de las decisiones de quienes llevemos al poder, dependerá fundamentalmente que los avances logrados para la cultura democrática se consoliden y ella pueda ganar nuevos espacios, o que su dominios se encojan como la piel de zapa de Balzac.

Para los liberales, el combate por el desarrollo de la libertad en la historia, es ante todo, un combate intelectual, una batalla de ideas. Los aliados ganaron la guerra al Eje, sí, pero esa victoria militar no hizo más que confirmar la superioridad de una visión del hombre y de la sociedad ancha, horizontal, pluralista, tolerante y democrática, sobre otra, de mente estrecha, recortada, racista, discriminatoria y vertical. Y la desintegración del imperio soviético ante un Occidente democrático (cruzado de brazos y hasta incluso, recordemos, lleno de complejos de inferioridad por el escaso sex appeal de la pedrestre democracia frente al fuego de artificio de la supuesta sociedad sin clases), demostró la validez de la tesis de un Adam Smith, de un Tocqueville, un Popper o de un Isaiah Berlin, sobre la sociedad abierta y una economía libre contra la fatal arrogancia de ideólogos como Marx, Lenin o Mao Tse Tung, convencidos de haber desentrañado las leyes inflexibles de la historia y de haber interpretado correctamente con sus políticas de dictadura del proletariado y centralismo económico.

La batalla actual es acaso menos ardua, para los liberales, que la que libraron nuestros maestros, cuando la planificación, los estados policiales, el régimen de partido único las economías estatizadas, tenían a un imperio armado hasta los dientes y una campaña publicitaria formidable, en el seno de la democracia, de una quinta columna intelectual seducida por las tesis socialistas. Hoy , la batalla que debemos librar, no es contra grandes pensadores totalitarios como Marx, o inteligentísimos socialdemócratas, tipo John Maynard Keynes, sino contra los estereotipos y caricaturas que, como la múltiple ofensiva lanzada desde distintas trincheras contra el engendro apodado neo-liberalismo, pretenden introducir la duda y la confusión en el campo democrático, o contra los apocalípticos, una nueva especie de pensadores escépticos, que, en vez de oponer a la cultura democrática, como hacían un Lukacs, un Gramsci o un Sartre, una resuelta contradicción, se contentan con negarla, asegurándonos, que, en verdad, no existe, que se trata de un ficción, detrás de la cual anida la sombra ominosa del despotismo.

De la especie, quisiera singularizar un caso emblemático: el de Robert D. Kaplan. En un ensayo provocador*, sostiene que, contrariamente a las optimistas expectativas sobre el futuro de la democracia que la muerte del marxismo en la Europa del Este hizo concebir, la humanidad se encamina, más bien, hacia un mundo dominado por el autoritarismo, desembozado en algumos casos, y, en otros, encubierto por instituciones de apariencia civil y liberal que, de hecho, son meros decorados, pues el poder veredadero está, o estará pronto, en manos de grandes corporaciones internacionales, dueñas de la tecnología y el capital, que , gracias a su ubicuidad y extraterritorialidad, gozan de casi total impunidad para sus acciones.

“Sostengo que la democracia que estamos alentando en muchas sociedades pobres del mundo es una parte integral de la transformación hacia nuevas formas de autoritarismo; que la democracia en Estados Unidos se halla en más peligro que nunca, debido a oscuras fuentes; y que muchos regímenes futuros y el nuestro en especial, pueden parecerse a las oligarquías de las antiguas Atenas y Esparta más que estas al actual gobierno de Washington”.

Su análisis es particularmente negativo en lo que concierne a las posibilidades de que la democracia consiga echar raíces en el tercer mundo.

Todos los intentos occidentales de imponer la democracia en países que carecen de tradición democrática, según el, se han saldado en fracasos terribles, a veces muy costosos, como en Camboya, donde los dos mil millones de dólares invertidos por la comunidad internacional no han conseguido hacer avanzar un milímetro la legalidad y la libertad en el antiguo reino de Angkor. El resultado de esos esfuerzos, en casos como Sudán , Argelia, Afganistán, Bosnia, Sierra Leona, Congo-Brazaville, Malí, Rusia, Albania o Haití, ha degenerado caos, guerras civiles, terrorismo, y la reimplantación de feroces tiranías que aplican la limpieza étnica o cometen genocidios con las minorías religiosas.

El señor Kaplan ve con parecido desdén el proceso latinoamericano de democratización, con las excepciones de Chile y de Perú, países donde piensa, el hecho de que el primero pasara por la dictadura explícita de Pinochet, y , el segundo, esté pasando por la dictadura sesgada de Fujimori y las Fuerzas Armadas garantizan a esas naciones una estabilidad que, en cambio, el supuesto Estado de Derecho es incapaz de preservar en Colombia,Venezuela, Argentina o Brasil, donde, a su juicio , a la debilidad de las instituciones civiles, los desmedidos de la corrupción y las astronómicas desigualdades pueden sublevar contra la democracia a “millones de poco instruidos y recién urbanizados habitantes de los barrios marginales, que ven muy poco palpables beneficios en los sistemas occidentales de democracia parlamentaria”.

El señor Kaplan no pierde el tiempo en circunloquios. Dice lo que piensa con claridad y lo que piensa sobre la democracia es que ella y el tercer mundo son incompatibles: “la estabilidad social resulta del etablecimiento de una clase media. Y no son las democracias sino los sistemas autoritarios, incluyendo los monárquicos, los que crean las clases medias”. Éstas, cuando han alcanzado cierto nivel y cierta confianza, se rebelan contra los dictadores que generaron su prosperidad. Cita los ejemplos de la cuenca del Pacífico en Asia (su mejor exponente es el Singapur de Lee Kuan Yew) el Chile de Pinochet y, aunque no lo menciona, podría haber citado también a la España de Franco. En la actualidad, los regímenes autoritarios que, como aquellos, están creando esas clases medias que un día harán posible la democracia, son, en Asia, la China Polpular del “socialismo de mercado” y, en América Latina, el régimen de Fujimori —una dictadura militar con un fantoche civil como mascarón de proa—, a los que percibe como modelos para el tercermundismo que quiera “forjar prosperidad a partir de la abyecta pobreza”. Para el señor Kaplan la elección en el tercer mundo no esta “entre dictadores y demócratas” sino entre “malos dictadores y algunos que son ligeramente mejores”. En su opinión, “Rusia está fracasando en parte porque es una democracia y China está teniendo éxito en parte porque no lo es”.

Me he detenido en reseñar estas tesis porqur el señor Kaplan tiene el mérito de decir en voz alta lo que otros —muchos otros— piensan pero no se atreven a decir, o lo dicen en sordina. El pesimismo del señor Kaplan respecto al tercer mundo es grande; pero no lo es menos el que le inspira el primer mundo. En efecto, cuando esos países pobres, a los que, según su esquema, las dictaduras eficientes habrán desarrollado y dotado de clases medias, quieran acceder a la democracia tipo occidental, esta será sólo un fantasma. La habrá suplantado un sistema (parecido a los de Atenas y Esparta) en que unas oligarquías —las corporaciones trasnacionales, operando en los cinco continentes— habrán arrebatado a los gobierno el poder de tomar todas las decisiones trascendentes para la sociedad y el individuo, y lo ejercitarán sin dar cuenta a nadie de sus actos, ya que el poder, a las grandes corporaciones, no les viene de un mandato electoral sino de su fuerza económico-tecnológica. Por si alguien no se ha enterado, el señor Kaplan recuerda que de las primeras cien economías del mundo, 51 no son países sino empresas. Y que las 500 compañías más poderosas representan ellas solas el 70 por ciento del comercio mundial.

Estas tesis son un buen punto de partida para contrastarlas con la visión liberal del estado de cosas en el mundo, ya que, de ser ciertas, con el fin del milenio estaría también dando sus últimas boqueadas esa creación humana, la libertad, que, aunque ha causado abundantes trastornos, ha sido la fuente de los avances más extraordinarios en los campos de la ciencia, los derechos humanos, el progreso técnico y la lucha contra el despotismo y la explotación.

La más peregrina de las tesis del señor Kaplan es, desde luego, la de que sólo las dictaduras crean a las clases medias y dan estabilidad a los países. Si así fuera, con la colección zoologica de tiranuelos, caudillos, jefes máximos, de la historia latinoamericana, el paraíso de las clases medias no serían los Estados Unidos, Europa Occidental, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, sino México, Bolivia o Paraguay. Por el contrario, un dictador como Perón —para poner un solo ejemplo— se las arregló para casi desaparecer a la clase media argentina, que, hasta su subida al poder, era vasta, próspera y había desarrollado a su país a un ritmo más veloz que el de la mayor parte de los países europeos. Cuarenta años de dictadura no han traído a Cuba la menor prosperidad, la han retrotraído a la mendicidad internacional y condenado a los cubanos a comer pasto y flores —y a las cubanas a prostituirse a los turistas del capitalismo— para no morirse de hambre.

Es verdad, el señor Kaplan puede decir que él no habla de cualquier dictadura, sólo de las eficientes, como las del Asia del Pacífico, y las de Pinochet y Fujimori. Yo leí su ensayo —vaya coincidencia— precisamente cuando la supuestamente eficiente autocracia de Indonesia se desmoronaba, el general Suharto se veía obligado a renunciar y la economía del país se hacía trizas. Poco antes, las ex autocracias de Corea y Tailandia ya se habían desplomado y el famoso milagro asiático comenzaba a hacerse humo, como en una super producción hollywoodense de terror-ficción. Aquellas dictaduras de mercado no fueron por lo visto tan exitosas como él piensa, pues han acudido de rodillas al FMI, al Banco Mundial, a Estados Unidos, Japón y Europa Occidental a que les echen una mano para no arruinarse del todo.

Lo fue, desde el punto de vista económico, la del general Pinochet, y hasta cierto punto —es decir si la eficiencia se mide sólo en términos de nivel de inflación, de déficit fiscal, de reservas y de crecimiento del Producto Bruto— lo es la de Fujimori. Ahora bien, se trata de una eficiencia muy relativa, para no decir nula o contraproducente, cuando aquellas dictaduras eficientes son examinadas, no como lo hace el considerado señor Kaplan , desde la cómoda seguridad de una sociedad abierta —Estados Unidos en este caso— sino desde la condición de quien padece en carne propia los desafueros y crímenes que cometen esas dictaduras capaces de torcerle el pescuezo a la inflación. A diferencia del señor Kaplan, los liberales no creemos que acabar con el populismo económico constituye el menor progreso para una sociedad, si, al mismo tiempo que libera los precios, recorta el gasto y privatiza el sector público, un gobierno hace vivir al ciudadano en la inseguridad del inminente atropello, lo priva de la libertad de prensa y de un Poder Judicial independiente al que pueda recurrir cuando es vejado o estafado, atropella sus derechos, y permite que pueda ser torturado, expropiado, desaparecido o asesinado, según el capricho de la pandilla gobernante. El progreso, desde la doctrina liberal, es simultáneamente económico, político y cultural, o, simplemente, no es. Por una razón moral y también práctica: las sociedades abiertas, donde la información circula sin trabas y en las que impera la ley, estan mejor defendidas contra las crisis que las satrapías, como lo comprobó el régimen mexicano del PRI hace algunos años y lo ha comprobado hace poco, en Indonesia, el general Suharto. El papel que ha desempeñado la falta de un genuina legalidad en la crisis de los países autoritarios de la cuenca del Pacifico no ha sido suficientemente subrayado.

¿Cuántas dictaduras eficientes ha habido?¿Y cuántas ineficientes, que han hundido a sus países a veces en un salvajismo pre-racional como en nuestros días les ocurre a Argelia o Afganistán? La inmensa mayoría son estas últimas, las primeras una excepción. ¿No es una temeridad optar por la receta de la dictadura en la esperanza de que esta sea eficiente, honrada y transitoria, y no lo contrario, a fin de alcanzar el desarrollo? No hay metodos menos riesgosos y crueles para alcanzarlo? Sí los hay, pero gentes como el señor Kaplan no quieren verlos.

No es cierto que la cultura de la libertad sea una tradición de largo aliento en los países donde florece la democracia. No lo fue en ninguna de las democracias actuales hasta que, a tropiezos y con reveses, estas sociedades optaron por esa cultura y fueron perfeccionándola en el camino, hasta hacerla suya y alcanzar gracias a ello los niveles que tienen actualmente. La presión y la ayuda internacional pueden ser un factor de primer orden para que una sociedad adopte la cultura democrática, como lo demuestran los ejemplos de Alemania y Japón, dos países con una tradición tan poco o nulamente democrática como cualquier país de América Latina, y que, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, han pasado a formar parte de las democracias avanzadas del mundo. ¿Por qué no serían capaces los países del tercer mundo (o Rusia) de emanciparse, como los japoneses y los alemanes, de la tradición autoritaria y hacer suya la cultura de la libertad?

La globalización, a diferencia de las pesimistas conclusiones que de ella extrae el señor Kaplan, abre una oportunidad de primer orden para que los países democráticos del mundo —y, en especial, las democracias avanzadas de América y Europa— contribuyan a expander esa cultura que es sinónimo de tolerancia, pluralismo, legalidad y libertad, a los países que todavía — y ya sé que son muchos— siguen esclavos de la tradición autoritaria, una tradición que ha gravitado, recordémoslo, sobre toda la humanidad. Ello es posible , a condición de:

a) creer claramete en la superioridad de esta cultura sobre aquellas que legitiman el fanatismo, la intolerancia, el racismo y la discrminación religiosa, étnica , política o sexual y,

b) actuar con coherencia en las políticas económica y exterior orientándolas de modo que ellas, a la vez que alienten las tendencias democráticas en el tercer mundo, penalicen y discriminen sin contemplaciones a los regímenes que, como el de China Popular en el Asia o el de la camarilla civil-militar en el Perú, impulsan políticas liberales en el campo económico pero son dictatoriales en el político. Desgraciadamente, a diferencia de lo que sostiene el señor Kaplan en su ensayo, esa discriminación positiva a favor de la democracia, que tantos beneficios trajo a países como Alemania, Italia y Japón hace medio siglo, no las aplican los países democráticos hoy con el resto del mundo, o las practican de una manera parcial e hipócrita (es el caso de Cuba, por ejemplo).

Pero, ahora tal vez tengan un incentivo mayor para actuar de manera más firme y principista en favor de la democracia en el mundo de la tiniebla autoritaria, y la razón es precisamente aquella que el señor Robert D. Kaplan menciona al profetizar, en términos apocalípticos, un futuro gobierno mundial no-democrático, de poderosas empresas transnacionales operando, sin frenos, en todos los rincones del globo. Esta visión catastrofista apunta a un peligro real, del que es imprescindible ser conscientes. La desaparición de las fronteras económicas y la multiplicación de mercados mundiales estimula las fusiones y alianzas de empresas, para competir más eficazmente en todos los campos de la producción. La formación de gigantescas corporaciones no constituye, de por sí, un peligro para la democracia, mientras esta sea una realidad, es decir, mientras haya leyes justas y gobiernos fuertes (lo que para un liberal no significa grandes sino más bien pequeños y eficaces) que las hagan cumplir. En una economía de mercado abierta a la competencia, una gran corporación beneficia al consumidor porque su escala le permite reducir precios y multiplicar los servicios. No es en el tamaño de una empresa donde acecha el peligro; este se halla en el monopolio, que es siempre fuente de ineficacia y corrupción. Mientras haya gobiernos democráticos que hagan respetar la ley , sienten en el banquillo de los acusados a un Bill Gates si piensan que la trasgrede, mantengan mercados abiertos a la competencia y firmes políticas antimonopólicas, bienvenidas sean las grandes corporaciones, que han demostrado en muchos casos ser la punta de lanza del progreso científico y tecnológico.

Ahora bien, es verdad que, con esa naturaleza camaleónica que la caracteriza, y que tan bien describió Adam Smith, la empresa capitalista, institución bienhechora de desarrollo y de progreso en un país democrático, puede ser una fuente de vesanias y catástrofes en países donde no impera la ley, no hay libertad de mercados y donde todo se resuelve a través de la omnímoda voluntad de una camarilla o un líder. La corporación es amoral y se adapta con facilidad a las reglas del juego del medio en el que opera. Si en muchos países tercermundistas el desempeño de las transnacionales es reprobable, la responsabilidad última recae en quien fija las reglas de juego de la vida económica, social, política, no en quien no hace más que aplicar estas reglas en procura de beneficios.

De esta realidad, el señor Kaplan extrae esta conclusión pesimista: el futuro de la democracia es sombrío, porque en el siguiente milenio las grandes corporaciones actuarán en Estados Unidos y Europa Occidental con la impunidad con que actuaban digamos, en la Nigeria del difunto coronel Abacha.

En verdad , no hay ninguna razón histórica ni conceptual para semejante extrapolación. La conclusión que se impone, más bien, es la siguiente: la imperativa necesidad de que Nigeria y los países hoy sometidos a dictaduras evolucionen cuanto antes hacia la democracia y pasen también a tener una legalidad y una libertad que obligue a las corporaciones que en ellos operan a actuar dentro de las reglas de juego de equidad y limpieza con que están obligadas a hacerlo en las democracias avanzadas. La globalización económica podría convertirse, en efecto, en un serio peligro para el porvenir de la civilización —y sobre todo, para la ecología planetaria— si no tuviera como su correlato la globalización de la legalidad y la libertad. Las grandes potencias tienen la obligacion de promover los procesos democráticos en el tercer mundo por razones de principio y moral; pero, también, porque , debido a la evaporación de las fronteras, la mejor garantía de que la vida económica discurra dentro de los límites de libertad y competencia que benefician a los ciudadanos, es que ella tenga, en todo el ancho mundo, los mismos incentivos, derechos y frenos que la sociedad democrática le impone.

Nada de esto es fácil ni será logrado en poco tiempo. Pero, para los liberales, es un gran aliciente saber que se trata de una meta posible y que la idea de un mundo unido en torno a la cultura de la libertad no es una utopía, sino una hermosa realidad alcanzable que justifica nuestro empeño. Lo dijo Karl Popper, uno de nuestros mejores maestros:

“El optimismo es un deber. El futuro está abierto. No está predeterminado. Nadie puede predecirlo, salvo por casualidad. Todos nosotros contribuimos a determinarlo por medio de lo que hacemos. Todos somos igualmente responsables de aquello que sucederá”.

* “Was Democracy Just a Moment?” The Atlantic Monthly. Diciembre de 1997, págs. 55-80.

Fuente: https://www.elcato.org/el-liberalismo-entre-dos-milenios


El liberalismo a fin de siglo: Desafíos y oportunidades

Mario Vargas Llosa – 6 de Junio de 1998

Este texto es una transcripción de su discurso en conmemoración del décimo aniversario de la Fundación Libertad. Dado en el Teatro El Círculo de Rosario, Argentina, el 6 de junio de 1998. Aquí puede accesar el texto en formato PDF y aquí puede escuchar el audio de este discurso.

Señor Gobernador, señoras, señores, queridos amigos. He pedido que enciendan las luces del teatro para realmente estar seguro que hay tanta gente como la que estoy viendo. Lo veo y todavía no me lo creo, a pesar de que ya en mi primera visita a Rosario fui beneficiario de esa extraordinaria generosidad de los rosarinos que acuden multitudinariamente a escuchar a un escritor. Créanme que eso no ocurre en muchas partes en el mundo y que, aunque fuera solo por eso, mi deuda de gratitud con esta ciudad sería enorme. Lo es también por la magnífica labor que realiza la Fundación Libertad, que está cumpliendo estos días sus primeros diez años de vida. Debe ser un motivo de orgullo para Rosario que una institución como la que dirige con ese entusiasmo volcánico y contagioso Gerardo Bongiovanni haya nacido y se desarrolle en esta ciudad. Es una institución enormemente valiosa, que trabaja en el campo de la cultura promoviendo las ideas de la libertad.

Esas ideas, en este fin de siglo, en este fin de milenio, han ganado un espacio muy grande en el mundo, aunque, seguramente, si hacemos un balance entre los países que gozan gracias a esas ideas de libertad, de mejores condiciones de vida, de mayor respeto para los derechos humanos, y los países que por falta de libertad se encuentran empobrecidos y maltratados, desgraciadamente, el balance sería negativo. Sin embargo, no debemos caer en el pesimismo, la verdad es que hay razones que justifican un prudente, un moderado optimismo desde la perspectiva de la libertad. Así lo creemos los liberales, aquellos que, como Gerardo Bongiovanni y sus amigos de la Fundación Libertad, como esas ochenta personas, economistas, escritores, sociólogos, se han reunido para festejar este cumpleaños y así hay muchas personas en el mundo que nos sentimos profundamente identificados con esas ideas y que nos reconocemos bajo el común denominador de liberales.

El liberal

Esta es una etiqueta que, últimamente, no tiene buena prensa. En muchas partes del mundo, incluida la Argentina, a los liberales ni siquiera se nos llama lo que nosotros somos, sino que se nos llama más bien “neoliberales”. Se nos ha añadido esta partícula, la partícula de “neo”, es una partícula que no significa absolutamente nada, pero que es una manera muy sutil de devaluar lo que somos, de desnaturalizarlo y de caricaturizarlo. La idea del neoliberal es la idea de un ser algo incompleto, de un ser que no acaba de ser del todo lo que pretende ser, de un ser escurridizo, incompleto, algo que de por sí produce frustración, desconfianza e incluso temor; y como estoy seguro ustedes saben muy bien, hay desde distintas trincheras políticas una ofensiva muy grande contra el llamado neoliberalismo, algo que yo no se qué cosa es.

El liberalismo me interesa mucho, y me considero un liberal. Si ustedes le preguntan a estos ochenta liberales que se han reunido en Rosario, “¿que cosa es un neoliberal?”, estoy seguro que les van a responder lo mismo que yo: pues no se que cosa es un neoliberal. Yo no conozco a ningún neoliberal, conozco sí muchos liberales y conozco muchas personas que no son liberales, pero a un neoliberal yo no lo he conocido nunca y estoy seguro que no lo voy a conocer simplemente porque no existe. Y el neoliberalismo no se qué cosa es; el neoliberalismo es, en artículos, en discursos, en conferencias, presentado como el responsable de muchos estragos que está experimentando, que ha experimentado la humanidad.

El neoliberal es el responsable de esa otra fórmula para devaluar semánticamente, mediante la irrisión, una idea. El “capitalismo salvaje” es esa otra formula que ustedes, seguramente, se la encuentran constantemente. El “capitalismo salvaje”, es decir, un sistema egoísta, materialista, despojado de toda dimensión espiritual y ética que solo persigue el beneficio económico y que, para conseguirlo, está dispuesto a arrollarlo todo, la humanidad, a los demás —la dignidad de los demás— creando un mundo de egoísmo, de individualismo, que puede llevar a la humanidad a crear un mundo de una minoría de privilegiados y de enormes masas de desposeídos, de despojados, de seres maltratados por ese sistema monstruoso: el capitalismo salvaje, respaldado, defendido por los neoliberales.

Yo quisiera hacer una reflexión sobre lo que en realidad somos nosotros. No somos esos seres tan crueles, tan salvajes, tan materialistas, interesados solo en el beneficio económico de las empresas capitalistas. No, los liberales somos unos ciudadanos que si ustedes escarban un poco van a encontrar que tienen enormes discrepancias entre sí. Quienes asistan a los debates que estos días ha organizado la Fundación Libertad van a descubrir que los liberales tienen algunas ideas en común y muchísimas otras en discrepancia y que, además, debaten entre sí con brío y animosidad. Pero sí tenemos un denominador común y es un concepto, una idea, un valor, que aparece en la palabra libertad. “Liberales” viene de libertad, y de libertad sé que se han escrito verdaderos mares de tinta para explicar esa palabra. Un gran liberal que ha muerto relativamente hace poco, Isaías Berlín, en un ensayo muy hermoso sobre la libertad, dice que él detectó cuarenta y siete definiciones distintas de lo que es libertad, y seguramente hay muchas más.

Pero con la libertad ocurre algo: a pesar de la variedad y disparidad de definiciones que pretenden capturarla y expresarla conceptualmente, algo muy simple, cualquiera, la persona más desinformada en términos de filosofía, de economía política, sabe lo que es libertad cuando tiene que experimentar en carne propia la falta de libertad. No necesita ninguna definición, no necesita que vengan los filósofos para explicarle con multitud de citas eruditas lo que es la libertad, cuando vive en una sociedad que ha sido privada de libertad, cuando, por ejemplo, no tiene una información confiable sobre lo que ocurre porque los periódicos le ocultan la verdad o le mienten descaradamente, porque no pueden hacer otra cosa, porque están sometidos a un sistema que los obliga a desinformar, a callar la verdad o a mentir descaradamente. Saben que la libertad no existe cuando no pueden moverse a donde quieren sin pedir unos permisos que a veces se les niegan. Cuando no pueden practicar una fe, una creencia. Cuando no pueden protestar contra aquello que los ofende o los irrita o les parece que debería cambiar. Quienes padecen esas distintas formas de opresión saben perfectamente lo que es libertad aunque no tengan a flor de boca una definición coherente, y saben que la libertad es una cosa preciosa y hermosísima y lo saben cuando no la tienen, cuando la añoran y cuando descubren a través de esa ausencia de libertad lo importante que es para llevar una vida soportable, una vida decente, que en una sociedad haya libertad.

Bueno, esa libertad es algo que no existió siempre. La libertad apareció solo en un momento de ese largo transcurso de la civilización humana que está detrás de nosotros. En la historia de ningún pueblo, de ninguna sociedad, la libertad estuvo en el punto de partida. No, lo que estuvo fue la opresión, lo que estuvo fue una autoridad que decidía, en nombre de los demás, lo que convenía y lo que no convenía a los seres humanos. Los seres humanos fueron, tradicionalmente, en todas las civilizaciones, esclavos de un poder, de una fuerza que tenía a veces la justificación simplemente de la violencia; en otros casos la justificación de la religión, de una fe, de una creencia que dotaba a una persona de un poder absoluto sobre los demás.

Pero la libertad solo aparece mucho después, ¿y cómo aparece? Yo quisiera hablarles, muy brevemente, de dos personas que nosotros los liberales admiramos mucho, dos personas que a mi me gustaría que los jóvenes —veo con mucha alegría que hay muchos jóvenes aquí esta noche, en este teatro atestado— me gustaría que se acercaran a esas dos personas, que ojearan un poco lo que escribieron y vieran cómo la libertad apareció en un momento en la historia y cómo su presencia, su actuación en el marco de la historia, cambió, transformó profundamente, la vida de los seres humanos; y que, si escarbamos un poco, en las raíces de todas las cosas buenas que nos pasan, de todas las cosas buenas que tenemos, tenemos muchas malas cosas en la vida, creo que eso vale para todos los que están aquí presentes acompañándome esta noche, pero, todos tenemos algunas cosas buenas. Si ustedes examinan y reflexionan un poco el origen de esas cosas buenas, van a ver que en su raíz está la libertad, esa libertad que nació en algún momento en la historia.

Un señor escocés

Yo quisiera que me acompañaran en una excursión en el tiempo y en el espacio. Vamos al siglo XVIII, el famoso siglo de las luces, el siglo de la razón, el siglo de la Ilustración y vamos a Escocia, ahí en ese norte brumoso y frío, y vamos no a Edimburgo, no a Glasgow, vamos un pueblecito muy pequeñito, casi perdido, que se llama Kirkcaldy. Ahí nació en el siglo XVIII un señor que se llama Adam Smith, un señor de una familia más bien modesta, un muchacho que desde muy niño fue muy despierto y con una curiosidad insaciable, voraz.

Desde muy pequeño en la escuela demostró dotes para el estudio, para apoderarse de los conocimientos que se ponían a su alcance, y por eso fue becado y pudo salir de la escuela de su pueblo e ir a colegios que eran ya muy respetables intelectualmente en su tiempo. Fue a Oxford, estuvo después en la Universidad de Glasgow, y ahí demostró, realmente, un talento excepcional para el estudio. Esa curiosidad en su caso se tradujo pues en investigaciones sobre disciplinas muy diversas. Cuando era muy joven, escribió un tratado de astronomía. Esa fue su primera vocación, parecía que iba a dedicarse al estudio de los astros. Le interesaba también mucho la moral, la ética. Ustedes habrán oído mucho que los liberales son gentes que carecen de moral, que lo único que les interesa es el beneficio económico, pues este señor del que les estoy hablando —y si hay un liberal en la historia es este señor— le interesó tanto la ética que dedicó buena parte de su vida a estudiar el problema de la ética en la sociedad y en el individuo, y escribió un voluminoso tratado de moral, esa fue la obra que de alguna manera consolidó su prestigio universitario. No se contentó con tener una vida académica, su curiosidad no le permitía estar aprisionado allí en un claustro universitario, y por eso aceptó ser tutor de un joven noble, rico, a quien acompañó por Europa, fundamentalmente por Francia, que vivía un momento de gran esplendor cultural. Ese viaje este señor, este escocés, lo aprovechó maravillosamente, conversando, averiguando interesándose, por todo lo que ocurría en el campo del pensamiento, de la cultura en la Francia dieciochesca, y luego regresó a Escocia y se metió en ese pueblecito que se llama Kirkcaldy, un pueblecito muy bonito, muy pintoresco y pequeñito.

Yo hice el viaje a Kirkcaldy, a seguir las huellas, a ver qué quedaba de Adam Smith en Kirkcaldy, y me lleve una gran sorpresa: casi nadie sabía quién era Adam Smith, el más ilustre personaje nacido en ese pueblo. Sus comprovincianos no lo conocían. Por fin encontré la casa, pero la casa había desaparecido hace muchos años y había en una especie de corralón una pequeña plaquita donde decía: aquí estuvo, aquí vivió muchos años Adam Smith y aquí escribió su libro sobre la riqueza de las naciones. Encontré también que en el museo de Kirkcaldy, un pequeño museo donde hay objetos de distintos personajes ilustres, lo único que había de Adam Smith era un tintero y una pluma. A mí me emocionó mucho ver ese tintero y esa pluma con las que él trabajó 10 años; estuvo 10 años metido ahí trabajando en un libro para tratar de encontrar una respuesta a una pregunta que a él lo había obsesionado desde joven: ¿por qué algunas sociedades son ricas y otras son pobres?

Hombre del siglo XVIII, hombre ilustrado, él no creía que había razas superiores, razas inferiores; en absoluto, él estaba convencido que todos los seres humanos tienen las mismas disposiciones. Pero si es así, ¿por qué algunas naciones parecen condenadas a vivir en la pobreza, en la ignorancia, en el atraso, y otras como por ejemplo pues Inglaterra, Escocia, Francia, habían alcanzado ese nivel extraordinario de desarrollo? Esa curiosidad él quiso explicarla racionalmente y durante 10 años estuvo investigando, leyendo, viajando, consultando, para averiguar cómo nacía la riqueza. De eso resultó ese libro, que es como una biblia. No tenemos biblia, pero es como una biblia para los liberales, porque es un libro que explica el origen de la riqueza, es un libro fascinante, es un libro que pueden leer incluso los profanos como yo que no entienden de economía, es un libro que es una especie de manual de todos los conocimientos de la época. Ahí no se habla solo de economía, se habla también de historia, se habla de lo que se llamaría después astrología, las conductas, las costumbres; es un libro riquísimo, realmente, que por momentos se puede leer como una verdadera novela.

Un sistema que surge espontáneamente

Ahí él va explicando ese extraordinario mecanismo que nadie inventó, que no esta patentado por ningún individuo, sociedad, gobierno o país, que es el que está detrás de la riqueza, detrás de la prosperidad, aquello que ha impulsado a ciertas sociedades a unos niveles fantásticamente adelantados en relación al resto de la sociedad y del mundo y que descubrió Adam Smith. Él descubrió que un país es más prospero mientras menos interviene el gobierno en la creación de la riqueza. Eso va contra todo lo que naturalmente tendemos a pensar: Una sociedad en la que el gobierno no interviene, no se preocupa para nada de cómo surge la riqueza, pues debe ser un caos; eso debe ser absolutamente un desorden, si no hay alguien que piensa por nosotros y dice: “de esta manera es como debemos actuar para que haya prosperidad, para que haya escuelas, para que haya transporte, para que haya vestido”. No, él descubrió que es exactamente lo contrario; descubrió que mientras menos interviene un gobierno, mientras deja más en libertad a los individuos para que a través de su esfuerzo, de sus competencias, de sus aptitudes traten de materializar sus ideales, sus metas y puedan hacerlo dentro de un sistema de gran libertad —pero sí, de competencia, donde puedan, realmente respetando unas ciertas leyes que impiden que algunos tengan un monopolio, una exclusividad en determinado campo, en determinada área de la producción— entonces la riqueza surgía de una manera mucho más veloz, mucho más intensa que en las sociedades donde los gobiernos decidían qué es lo que debía hacer cada cual para que hubiera productos, para que hubiera riquezas.

Él descubrió que había un sistema que surgía naturalmente, espontáneamente, de esa libertad que gozaban ciertas sociedades para producir, que dejaban a sus ciudadanos actuar libremente simplemente dentro de un sistema de reglas que garantizaban la equidad, los derechos de todos de incurrir a ese mercado, a poner en marcha sus aptitudes para materializar sus anhelos, y que, por el contrario, mientras un gobierno intervenía más, mientras un gobierno reglamentaba, regulaba, establecía condiciones, prohibiciones, obligaciones, entonces ocurría exactamente lo contrario de lo que aquellos gobiernos pretendían: en lugar de estimular la creación de la riqueza, la trababan y provocaban una especie de desaliento, de apatía, la gente no se sentía absolutamente estimulada a hacer aquello que los inteligentes, los sabios que gobernaban habían decidido que hicieran.

Entonces Smith dijo, lo que hace crear la riqueza es ese sistema que él llamó mercado. Dijo que ese sistema creaba un orden que es mucho más firme, más arraigado, más sólido, más estable, que aquellos órdenes que pretendían imponer los gobiernos mediante la coacción, mediante la coerción, y que ese era el secreto de la riqueza de las naciones ricas, de la naciones prósperas, de las naciones adelantadas. Dijo que había como una mano invisible en esos sistemas de libertad para crear riqueza, que creaba ese orden y que ese era el orden de la prosperidad y era también el orden del progreso; que gracias a eso se enriquecían las técnicas, se enriquecían las industrias, se enriquecía el comercio y que eso traía una prosperidad que favorecía al conjunto de la sociedad. Desde luego, había algunas personas que tenían mucho más éxito que otras, pero el éxito de esas personas era un éxito que revertía siempre sobre los demás, porque era un éxito que resultaba de la satisfacción de las necesidades de las demás personas.

Él hace un gran elogio del empresario. Para Smith sí hay un héroe en la sociedad: es el empresario, es ese hombre alerta que detecta cuáles son aquellas necesidades, apetitos, urgencias que debe satisfacer la sociedad, entonces se adelanta y produce aquellos servicios, aquellas mercancías, aquellos productos. Y entonces tiene un éxito, y ese éxito de ninguna manera es para avergonzarse de él, por el contrario, es un éxito que viene a refrendar como un premio, un servicio que ha prestado el empresario a la comunidad. El héroe de este libro que se llama Investigación sobre la naturaleza y la causa de la riqueza de las naciones, es el empresario. De ninguna manera se resta meritos a los agricultores, a los campesinos, a los artesanos. Pero el empresario aparece como el gran promotor, como la locomotora que arrastra detrás de sí al conjunto de la sociedad en la creación de la riqueza.

Bueno, ese es uno de los personajes que nosotros admiramos, los liberales, y que nos ha convencido de la importancia de la libertad de mercado, ese mercado libre que nosotros nunca hemos tenido. Nosotros nunca tuvimos ese mercado libre que describe Adam Smith, que llegó a funcionar, no de una manera absolutamente perfecta, pero sí muy próxima a lo adecuado, a lo conveniente. En el país, en el mundo nuestro no funcionó jamás y esa es una de las razones por las que, en comparación con otras sociedades, nosotros hemos sido mas pobres. Esa es una de las creencias, esa es una de las ideas que defendemos nosotros los liberales. Nosotros queremos que las sociedades sean prósperas, no queremos que haya pobreza, que haya miseria y para eso defendemos la libertad económica; no para que ciertos grupos privilegiados se enriquezcan, sino para que el conjunto de la sociedad alcance unos niveles de vida decentes y haya un sistema que premie a cada cual de acuerdo a su talento, a sus esfuerzos, a sus competencias.

Unas palabras más sobre estas ideas de Adam Smith, las cuales junto con las de otros pensadores de su tiempo, fueron decisivas para que en el siglo XIX, pocos años después de que apareciera esta obra magistral y la tierra viviera la experiencia de la revolución industrial, de esa prodigiosa movilización de energías creativas que puso a Gran Bretaña, pues, a la cabeza del desarrollo mundial, de tal manera que pasaron la prueba de la realidad.

¿Cómo nace la opresión?

Ahora quiero que demos un salto en el tiempo, sobre ese siglo XIX, y vamos a los umbrales del siglo XX. Trasladémonos de Escocia a una gran ciudad europea, a Viena, que era todavía la capital del imperio Austro-Húngaro, porque estamos en 1900. Viena era una ciudad maravillosa, de música, de filósofos, de artistas. Era una de las grandes capitales europeas. En esa ciudad nació, justamente, en ese umbral del siglo, un personaje que también admiramos los liberales: Karl Popper. Pertenecía a un familia judía de clase media y era, como Adam Smith, una persona que desde niño demostró una gran pasión por el saber, por el estudio. Una curiosidad que lo llevó desde muy joven a explorar ciertos campos del conocimiento, principalmente, la filosofía y, en especial, la filosofía de la ciencia. Tenía una gran pasión por la ciencia y por los conocimientos generales, y aunó estas dos vocaciones en los años universitarios. Todo parecía indicar que Karl Popper iba a ser un filósofo de la ciencia, que iba a tener una vida académica y que iba a ser un sesudo —y quizá algo abstruso— profesor de libros de filosofía y libros de ciencia.

Pero la historia empezó a provocar uno de los terribles traumas de los que está lleno ese siglo que termina, esos traumas terribles, atroces que destrozaron centenares, miles de vidas de familias en la Europa de las primeras décadas de este siglo y entre ellas, pues, a Karl Popper. Cuando surgen los fascismos, cuando surge el antisemitismo, que echa cuerpo en Viena con tanta fuerza como en Alemania y como en muchas otras ciudades europeas, Karl Popper, este joven profesor con su vida amenazada, tuvo que huir, y va al otro lado del mundo, hasta Nueva Zelanda, donde encuentra un trabajo como profesor en una escuelita pequeña. Ahí, este hombre que había pensado dedicar su vida a un conocimiento más bien académico, general, abstracto, de pronto se encuentra que es víctima de una monstruosa injusticia histórica. Ha sido desarraigado de su país, de su sociedad, aventado al otro lado del mundo con esa fuerza monstruosa que es el fascismo, una fuerza que está avanzando de una manera que parece imparable por Europa y entonces dice: “Yo tengo que hacer algo. Yo no puedo quedarme con los brazos cruzados. Yo tengo la obligación moral de actuar. Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Yo qué sé hacer? Yo sé pensar, yo sé leer, yo sé estudiar. Bueno, entonces, pues yo voy a combatir el fascismo, pensando, escribiendo”.

Y entonces durante cinco años se dedicó —como Adam Smith a responder la pregunta de cómo nace la riqueza de las naciones— a responder otra pregunta: ¿Cómo nace la opresión? ¿Cómo es posible que un país como Alemania, el país más culto de Europa seguramente en ese momento, un país que ha dado los filósofos más admirables, los músicos más extraordinarios, un país con un altísimo nivel de educación , un país enormemente próspero, ¿cómo puede producir una barbarie semejante como el nazismo, un movimiento absolutamente irracional que está dispuesto a eliminar un pueblo entero, únicamente por razones racistas?

No es el único caso de opresión, de horror político social en el mundo. Junto a Alemania está la Unión Soviética, otra forma igualmente monstruosa de opresión, algo que ha caído sobre un país que desde luego no tiene en esos momentos los niveles culturales de Alemania, pero que es un país que, parcialmente, se ha desarrollado, tiene una elite altísima y, sin embargo, está viviendo la experiencia de un horror equivalente al de la Alemania nazi. ¿Por qué nace eso? ¿Cómo nace eso? ¿Cómo ha sido posible que en este siglo, que parece haber derrotado a tantos enemigos de lo humano, surjan experiencias tan devastadoras e inhumanas como las del comunismo y del fascismo?

La explicación está en el libro, que es otro libro que para nosotros los liberales es también una especie de biblia, un libro que también exhorto a los jóvenes que me escuchan a que ojeen. Estoy seguro que si comienzan a ojearlo, no podrán dejar de leerlo hasta el final. Es un libro hermosísimo, es un libro que nos enriquece extraordinariamente la visión de la historia, la visión de lo que es la libertad y de lo que es la falta de libertad y de dónde viene. Nos ilustra de una manera tremendamente inquietante qué viene del fondo de nosotros mismos, algo que ninguno de nosotros —incluso aquellos que parecen estar más en la vanguardia de la defensa de la lucha por la libertad— esté exento de aquellas semillas, de aquellas raíces que en otras personas, que en ciertas sociedades, han germinado de tal manera como para producir el comunismo y el fascismo y que encuentra Karl Popper en este libro que se llama La sociedad abierta y sus enemigos. Encuentra que, a lo largo de la historia, quienes han contribuido más a dar una legitimidad intelectual y moral a los fascismos, a los marxismos, o a esas fuerzas que con nombres diferentes representan distintas formas de opresión, son los intelectuales, son los pensadores, son los sabios; gentes que estaban dotadas de una inteligencia a veces excepcional, que tenían un riquísima cultura, han sido capaces de diseñar unos modelos teóricos que están detrás de esa fuerzas que provocan pues las catástrofes que ya sabemos provocaron a lo largo de todo el siglo XX.

¿Qué descubre él? Descubre que detrás de los totalitarismos, es decir, de estas fuerzas irracionales que acaban con la libertad, está siempre el colectivismo, está siempre la idea de que el individuo no existe sino como parte de una tribu, que el individuo no es sino un sinónimo de una colectividad. Detrás de todas las teorías, que pueden ser muy distintas, muy adversarias entre sí, como la teoría del marxismo, la teoría del fascismo, hay, sin embargo, un común denominador: la idea de que un individuo por sí mismo no vale nada, no constituye un valor, el valor está en esa entidad gregaria que es la que da su justificación y su fundamento al individuo.

Por ejemplo, para el fascismo esa entidad gregaria es la raza y la nación. Yo soy un ario, yo soy un alemán, yo existo; yo no soy un ario, yo no soy un alemán, yo tengo una categoría inferior, distinta, dentro de lo humano y si yo soy un judío simplemente no soy humano. Si yo soy un marxista, como individuo yo existo en función de mi clase social; es la clase social a la que pertenezco la que me da mi sustancia, mi consistencia, mi realidad. Yo no puedo explicarme a mí mismo, yo no puedo existir separado de esa clase social. Popper descubre que a lo largo de toda la historia a veces ha sido la religión: yo existo en función de mi religión; es mi religión la que me da el ser. Separado de mi religión yo no puedo existir y por lo tanto yo no puedo separarme de mi religión. Separado de mi clase social no puedo existir. Separado de mi nación no puedo existir, y por lo tanto yo no puedo separarme de mi nación.

Él descubre que detrás de ese colectivismo, de esa tendencia a explicar al individuo en función de lo colectivo, de lo gregario, está siempre la opresión, y que, por el contrario, la libertad—esa cosa misteriosa—surge en la historia en el momento en que la tribu, palabra clave en la filosofía de Karl Popper, desaparece, se desintegra del individuo. Ahí nace la libertad. Cuando yo ya no dependo de mi sociedad, de mi clase, de mi religión, de mi lengua para explicarme, para existir, sino que existo por mí mismo y puedo elegir mi manera de ser, el trabajo que voy a hacer, mi manera de creer, puedo elegir a mis dioses, en ese momento surge esa cosa misteriosa, extraordinaria, riquísima que es la libertad. Popper descubre que las sociedades que permiten que los individuos tengan esa soberanía individual, ese espacio para elegir lo que quieren hacer, son las sociedades libres, las sociedades que llama abiertas, las sociedades donde el héroe, el protagonista, no es la clase, la raza, la nación, sino el individuo soberano; que la libertad es inseparable de la idea individual.

En ese fascinante libro se sigue a lo largo de la historia empezando por Platón y terminando por Marx, aquellos grandes filósofos, aquellos grandes pensadores que han sido los grandes enemigos de la libertad, porque han justificado distintas formas de colectivismo como un valor supremo, como un valor que pretendía terminar con el individuo y justificarlo, hacerlo existir en función exclusivamente de su pertenencia a un colectivo. El sistema surgido en torno a la idea del individuo como un valor supremo dentro de una sociedad, es la democracia, esa democracia que es la que garantiza lo que se llama la libertad política y esa es la otra cara de la libertad que los liberales defendemos, exactamente, como defendemos esa libertad económica que descubrió Adam Smith que está detrás, como motor de la prosperidad de las naciones.

La libertad es una sola

Pero, ¡atención! No crean ustedes a aquellos que dicen que los liberales creemos solo en la libertad económica y que por la libertad económica estamos dispuestos a sacrificar la libertad política. Esa es una calumnia, ese es un infundio y ningún liberal digno de ese nombre, de esa etiqueta, puede pensar que la libertad es divisible. No, nosotros como Adam Smith y Karl Popper creemos que la libertad es una sola y que cuando hay libertad económica, cuando un mercado funciona libremente y cuando hay libertad política, un sistema donde un individuo es respetado en sus derechos, es cuando aparece eso que llamamos civilización, una civilización que por una parte significa prosperidad, niveles de vida decentes para todos, oportunidades para poder materializar nuestros anhelos y una libertad política que respete nuestros derechos individuales, una libertad que nos proteja del atropello, del abuso y que nos permita participar, que nos permita decidir en el funcionamiento y en la marcha de la sociedad.

Las sociedades que han unido más íntimamente, más visceralmente, a estas dos caras de la libertad, este anverso y reverso de la libertad, son las sociedades que están en la vanguardia del desarrollo mundial. Lo han conseguido no porque tuvieran virtudes superiores a las de los otros pueblos. Lo ha conseguido porque hicieron suyas esas ideas, esas instituciones, esas ideas e instituciones que no pertenecen a nadie, que estuvieron siempre ahí, que fueron una realidad y que en algunas sociedades prendieron más profundamente, en otras más superficialmente y en otras, desgraciadamente, no prendieron. Pero nosotros creemos que cualquier pueblo, que cualquier sociedad, puede hacerlas suyas y puede convertirse también a la cultura de la libertad y a través de ésta alcanzar el desarrollo, un desarrollo que solo puede ser político y solo puede ser económico, simultáneamente.

Desde luego que los liberales creemos muchas cosas más, pero básicamente ese es el denominador común, eso es lo que nos une y ese denominador común como ustedes ven, de ninguna manera puede ser satanizado en la forma en que lo está siendo por los enemigos de la libertad. Detrás de esas campañas contra el “neoliberalismo”, contra el “capitalismo salvaje”, en realidad lo que hay es un profundo recelo respecto a la libertad; hay eso que Karl Popper llamaba “el llamado de la tribu”. En realidad, asumir la cultura de la libertad y renunciar al colectivismo no es fácil porque implica una responsabilidad, implica asumir una enorme responsabilidad, cuando uno depende enteramente de un colectivo para ser explicado, para existir, para tener una razón vital. En cierta forma resulta muy cómodo, hay ahí una oportunidad para abdicar del esfuerzo y la responsabilidad.

En cambio cuando el individuo es el protagonista, el individuo también es responsable de lo que le ocurre y hay que asumir esa responsabilidad y actuar en consecuencia. Hay muchas personas que, por cultura, por tradición, o por instinto rechazan esa responsabilidad y entonces

sienten el llamado de la tribu, un llamado que está detrás de todos nosotros por igual, y sucumben a él y entonces resucitan la tribu. La resucitan a través de la visión marxista de la historia o de cualquier otra forma colectivista. El marxismo, hoy día, está en extinción, aunque existen todavía algunos regímenes que se proclaman marxistas, pero hay otras formas de colectivismo, unos nuevos demonios que están ahí frente a la cultura de la libertad, desafiándola: Los nacionalismos, esa es otra forma de colectivismo que pretende explicar, justificar al individuo por su pertenencia a una nación, o los integrismos religiosos que han cobrado una fuerza muy grande no solamente en el mundo islámico.

Bueno, pues esa es la batalla, una batalla fundamentalmente cultural, una batalla intelectual en la que estamos empeñados los liberales. Veo que me he excedido del tiempo que me había fijado Gerardo Bongiovanni, ganado por el entusiasmo de la exposición, así que voy a cortar para empezar el dialogo, pero quiero antes agradecerles una vez más el haber acudido tan numerosos a esta charla y haberme escuchado con tanta paciencia y cordialidad. Muchas gracias.

Fuente: https://www.elcato.org/el-liberalismo-fin-de-siglo-desafios-y-oportunidades

Deja una respuesta